miércoles, 19 de octubre de 2011

La Otra Historia

En Historia Oficial (1985), la película argentina más premiada internacionalmente, Luis Puenzo da un ejemplo de la capacidad del cine para dar cuenta de la realidad de una manera artística. La historia que cuenta la historia oficial tiene la virtud de partir de la experiencia de los seres de carne y hueso que viven o padecen la historia. No se trata de la historia escrita en los manuales de texto, que sigue Alicia, la ingenua y severa profesora de historia que hasta cierto punto de su vida cree que la realidad se puede confinar al mundo que ha vivido. 




Alicia es el personaje que pasa de vivir en la indiferencia o la ignorancia de la realidad histórica a la toma de conciencia. En los años en los cuales se grababa esta película Argentina vivía los años más duros de la década funesta de la dictadura y las consecuencias de la derrota de la Guerra de las Malvinas. Hablamos del drama de los prisioneros políticos, de las madres de de la Plaza de Mayo, de la reconstrucción de las listas de los muertos, prisioneros, exiliados, desaparecidos. 




Pero a diferencia de muchas otras películas, la "historia" de fondo aquí se cuenta desde adentro, desde las discusiones familiares, desde las diferencias insuperables en el seno íntimo de una familia. El detonante, el descubrimiento de que su hija es hija de una mujer torturada y asesinada por el grupo de victimarios que dirige su propio marido. 





Una de las grandes virtudes de esta obra consiste en contar la historia a través de una serie de episodios altamente simbólicos que revelan el conflicto: el relato de Anna, quien después de cinco años de exilio relata la verdadera historia de su partida; la imagen del aula de clase en donde se impone una historia de papel sobre las historias de carne y hueso que en algún momento de la película los estudiantes pegan en el tablero; la escena de una fiesta en donde la pequeña Gaby grita aterrada cuando sus primos juegan a los allanamientos; la escena en la casa de los padres de Alberto, en donde las tensiones familiares repiten las tensiones de la misma historia; finalmente, la escena en donde Alberto convierte a Alicis en una más de sus víctimas. 




Punzo en escena mucho más complejo que los problemas políticos: la corrupción política, la historia de una crisis económica anunciada, la escuela encargada de borrar la historia, de acomodarla a los fines oficiales; el papel de la literatura reveladora de otra forma de contar la historia.

sábado, 10 de septiembre de 2011

El tiempo sellado: un poética cinematográfica

Esculpir en el tiempo: el arte de Tarkovski



En El tiempo sellado, el cineasta ruso André Tarkovski afirma “cada arte vive y nace según sus propias leyes”. Es verdad que en el cine y en la literatura se ponen en juego la libertad y la imaginación creadora del espíritu humano, las mismas ambiciones de explorar la historia, la realidad y la ficción. Pero entre la representación a través del lenguaje verbal propio de la literatura y el campo de las imágenes movimiento que caracterizan al cine se despliega una una diferencia fundamental.



Como lo advierte Tarkovski, mientras la literatura cuenta con el lenguaje verbal, el cine “no tiene lenguaje”. No es fácil entender esta afirmación radical, mas lo cierto es que en el cine antes que recurrir a los referentes verbales las imágenes operan a través de una entrega inmediata de la realidad a la cual aluden, ponen la imagen ante nuestros ojos.




Las imágenes no hablan del tiempo sino que exponen la duración, esculpen un momento de la existencia o largos períodos de la historia: Andréi Rublev, La infancia de Iván, Solaris, El Espejo, Stalker, Sacrificio y Nostalgia se exponen como momentos del imaginario humano; hacen parte de un tiempo posible, de un futuro que se aproxima o de un pasado que no cesa; son momentos o trayectos del mundo concentrados en una sola imagen o un solo objeto: un ícono, un globo aerostático, una campana; unas ruinas de donde ha huido lo sagrado, un henal en llamas, un tronco abandonado en medio del camino.




Se puede hacer del cine una variante de la literatura y que la obra cinematográfica se dedique a “narrar” historias tal cual lo hace la novelas, recurriendo por ejemplo a poner en escena un narrador o una voz en off. Esto sucede con alguna frecuencia, pero no en la propuesta de Tarkovski. Si la literatura (en particular las grandes propuestas narrativas de Proust, Mann y Joyce) reconfigura nuestra experiencia del tiempo -como afirma Paul Ricoeur- y se convierte en guardián del tiempo, una de las características del cine -su características distintiva en relación con todas las demás formas artísticas- es fijar de modo inmediato el tiempo, permitir su reproducción. 



Según Tarkovski solo el cine da cuenta de la “realidad del tiempo” y procura su conservación enfrentando de esta manera la ineluctable condición de la vida siempre propensa a una total disolución. Quevedo expresa esta condición en estos versos:

Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto;
soy un fue, y un será y un es cansado.


Por eso, quizá, como ya lo reconoce Bazin en su ontología de la imagen, el cine es análogo de los embalsamadores, y algunos imágenes siguen plenos de juventud en la película. Solo en el el cine, Tadrio tendrá siempre la misma edad.Hoy el hombre va al cine, afirma Tarkovski, para recuperar el tiempo perdido, buscando experiencias de vida, para extender su experiencia del tiempo. A veces el tiempo de toda una vida, como sucede en Andrei Rublev (Tarkovski, 1966), se dispersa en una serie de fragmentos, quizá porque la vida no se puede representar de manera lineal, sino como una sucesiva serie de imágenes que se atraen caprichosamente.




O se define, como queda claro en El espejo (1974), en una serie de instantes cruciales cuando el hombre que agoniza reconstituye en su memoria su vida como una serie de imágenes que se sobreponen y en donde se funden infancia, madre e historia, en una compleja suma de realidad y onirismo. 


Tarkovski destaca, en cambio, la proximidad entre la precisión de la poesía y la capacidad de la imagen cinematográfica para captar el instante. Quizá esas leves epifanías que respiran en los haikús japoneses del tipo

Una rosa perdió sus hojas
Y de las puntas de todas las espinas
Cuelgan pequeñas gotas
(Citado por Tarkovski, en El tiempo sellado)


se aproximan a las imágenes que gravitan en el cine. Pero así como sucede en La Muerte en Venecia, de Visconti (1971) o en Nostalgia (Tarkovski, 1983), un objeto, una góndola, la calle de una ciudad, una plaza vacía, una edificación abandonada, solo vale como imagen cinematográfica si en ella habita una vivencia del tiempo y hace parte del tiempo sellado. 


jueves, 8 de septiembre de 2011

Olvidados inolvidables


Los olvidados, Luis Buñuel (1951)

Fácilmente adscribiríamos Los olvidados (1950) de Luis Buñuel en el contexto del cine neorrealista, pero basta una mirada más detallada para que muy pronto corrijamos esta impresión ligera que supone el tratamiento de la pobreza y de la miseria, y que nos obliga a desplazarnos a un horizonte francamente surrealista.



Mientras la mayor parte del cine neorrealista mantiene algunas de sus estructuras intactas (las relaciones fraternas, el vínculo familiar, la confianza en la función pedagógica, las imágenes de la madre, de los viejos) la obra de Buñuel desmorona todo estereotipo y arroja a sus personajes a una suerte de fatalidad y vacío. 


Desde Pedro, arrojado a la fatalidad; el Jaibo, criminal envuelto en el círculo de su propia historia; Ojitos, condenado a buscar a un padre que nunca aparece; el ciego, encerrado en su resentimiento; hasta personajes como la madre de Pedro, Julián o  la Meche, todos los personajes, los olvidados a los que alude el título de esta obra viven en callejones sin salida.


La escena del hombre tronco no pretende  despertar ninguna conmiseración, simplemente mostrar la crudeza y la mala suerte; lo mismo sucede con la imagen del padre de Julián que va por el pueblo lamentando la muerte de su hijo sin que se perciba un solo gesto de solidaridad; o con la imagen de la Meche, violentada por el Jaibo pero también por el abuelo que la obliga a esconder en un basurero el cuerpo de Pedro.


Quizá una de las escenas más descollantes del cine de Buñuel es aquella en la cual la madre ofrece a Pedro, en una visión onírica, las entrañas de Julián, el muerto que se esconde bajo la cama; otra, la escena final de la agonía del Jaibo. En ambas Buñuel funde motivos de las antiguas tragedias y conectan esta historia de la ciudad moderna con el pasado mítico.


Hoy sabemos que a instancias de los productores Buñuel filmó un segundo final, que mitigaba la dureza del primero. En este segundo, aunque Pedro daba muerte al Jaibo, volvía a la escuela prisión para seguir su reeducación: representaba, en suma, un triunfo de la confianza pedagógica depositada por el maestro; sin embargo este final no fue el que finalmente presentó el director en Venecia.

lunes, 15 de agosto de 2011

América Latina o el Reino de la Imagen


Cine arte y literatura II 

Lanzamiento de un nuevo ciclo





En este segundo ciclo, a partir de tres textos de referencia, a saber, El reino de la imagen, de Lezama Lima; El espejo enterrado, de Carlos Fuentes; y Los nuevos centros de la esfera: de William Ospina, este espacio busca hacer un recorrido por algunos momentos cruciales de la historia continental, aprovechando un conjunto de encuentros vitales entre los lenguajes del cine y la literatura.



El encuentro y la invención de América
Cabeza de vaca, de Nicolás Echevarría (1990)
Aguirre la ira de dios, de Werner Herzog (1972)
El Dorado, Carlos Saura (1988)
La Misión, de Roland Joffé  (1986)
1492, La conquista del paraíso, de Ridley Scott. (1992)



Crudeza e historia
La última cena, de Tomas Gutiérrez Alea (1976)
Karandirú, Hector Babenco (2003)
Tierra en trance, de Glauber Rocha (1967)
Los olvidados, de Luis Buñuel (1950)
La historia oficial, Luis Puenzo (1985)

 

Trayectos
Sur, Fernando Solanas, Fernando Pino Solanas (1988)
La frontera, Ricardo Larrain (1991)
Babel, de Alejandro Gonzalez Iñarritu (2006)
Estación central, de Walter Salles (1998)
Diarios de motocicleta, Walter Salles (2005)
Pantaleón y las visitadoras, Fracisco Lombardi (1999)


Fiesta y Diversidad
Orfeo negro, Marcel Camus (1959)
Doña Flor y sus dos maridos, de Bruno Barreto (1976)
Bajo el volcán, de John Huston (1984)
La estrategia del caracol, de Sergio Cabrera (1993)
Los tres entierros de Melquiades Estrada, Tommy Lee Jones (2005)
Santitos, de Alejandro Springall (1999)


Historias sencillas
El perro, de Carlos Sorin (2004)
La sombra del caminante, de Ciro Guerra (2004)
La ciénaga, de Lucrecia Mártel (2001)
Historias mínimas, Carlos Sorín (2002)
Lugares comunes, Adolfo Aristaraín (2002)
La mujer sin cabeza, de Lucrecia Martel (2008)
También la lluvia, Icíar Bollaín (2010)

sábado, 4 de junio de 2011

Imágenes caligráficas, The Pillow Book (1996)


En Las sendas de Oku, de Basho, se afirma

En la noche sin estrellas
me guía el corazón.



La nieve de la cima
piensa que es eterna,
mas sólo es
el sueño del volcán.

o

Dios está ausente
las hojas muertas se amontonan
todo está desierto.



Mientras la literatura occidental apostó por la trama y la información explícita, en Oriente el poeta apostó por la fugacidad, por lo indeterminado, por la admiración del instante y la brevedad de los textos.  Antes que la novela, el poema fue un texto inscrito en medio de otros lenguajes: lo musical, lo pictórico. Eran y siguen siendo estrechas las relaciones entre la filosofía de la vida, la poesía y la pintura, más concretamente en el arte caligráfico.



La comunicación con Oriente ha resultado siempre fructífera; la poesía de las vanguardias renovó su idea del verso cuando descubrió a los antiguos poetas filósofos. Mas este contacto ha resultado siempre un tanto ilusorio. A los occidentales no les queda otra alternativa: acercarse a un universo poético de connotaciones filosóficas y existenciales solo a través de la superficie de los signos. 



Ya en 1970 Roland Barthes en El imperio de los signos se refería a Japón como el ejemplo máximo de este desconcierto: un mundo de signos que se exhibe en la totalidad de los elementos de la existencia, preservando sus profundas significaciones. Estamos siempre afuera de este universo, la caligrafía china y japonesa son para nosotros el signo en su condición críptica, mágica y hermética, por excelencia.



Los signos de la escritura, como se observa en The Pillow Book, se sostienen en tanto están vinculados a una filosofía de la existencia; son parte de un ritual (los aniversarios). Peter Greenaway explora no solo una trama argumental sino un conjunto de rituales con las superficies de la escritura, con las tintas, con los pinceles, con la fabricación y el culto a los libros, con las antiguas tradiciones cortesanas.



Dos temas atraviesan esta historia de la escritura: las connotaciones eróticas y el abandono de los signos. Lo escrito sobre la piel se vuelve secundario; lo esencial es la imagen de los signos, los ritmos de la escritura, la pasión de los calígrafos. Treat me like a paper of a book, le pide Nagiko a su amante y calígrafo, con connotaciones tanto a la escritura como a sus aventuras sexuales.



Pero como lo manifiesta la película desde un comienzo, asistimos, incluso con Oriente, con la China  y Japón, de manera acelerada a sobreexposición de los signos, a su comercialización o al abandono de los rituales. El fuego, que aparece reiteradamente, cumple parte de ese otro ritual: suerte de ceremonia de paso, suerte de auto de fe, en donde se borra el pasado o se le purifica.



Después de Los libros de Próspero (1991), obra en la cual Greenaway rinde homenaje a la obra de Shakespeare, con The Pillow Book (1996)  se traza la tarea de rendirle homenaje a la escritura oriental, pero más concretamente a Babel, a la confusión de las lenguas. En la película, Nagico deberá comunicarse con sus amantes no chinos en mandarín, en francés o en inglés.



The Pillow Book tiene como referente un antiguo texto de Sei Shonagon (contemporánea y rival de Murasaki Shikibu, autora del clásico Los libros del príncipe Genji, c. siglo X), autora de un 枕草子 Makura no Sōshi o libro de almohada, con sus listados de cosas agradables, cosas amables, cosas molestas. De su relación con estos libros pintados deriva Greenaway la idea de una película concebida como un libro ilustrado. Peter Greenaway no duda en ofrecer imágenes en las que a través de juegos de recuadros, ya en blanco en negro, ya a color, usa imágenes de reservas, cuadros flotantes, ladillos, textos en japonés, chino, francés e inglés.



La banda sonora de la película incluye tanto música electrónica como una combinación de cantos budistas interpretados por monjes lamas, música y líricas de Guesch Patti, pasajes electrónicos de Autopsia y notas de Mozart; da cuenta de esta manera de un babelismo similar, de mundos que se funden: Oriente y Occidente.



La película se sostiene en un conjunto de antinomias: a los mundos de la escritura ritual se opone el paisaje de las grandes urbes; sobre los antiguos textos poéticos, el lenguaje de la publicidad y las pasarelas; sobre el alma poética de Nagiko, la rudeza de los guerreros, el pragmatismo comercial de los editores. 



sábado, 28 de mayo de 2011

K de Kafka y K de Haneke: El Castillo

Hay autores que escriben muchas obras, pero al final es posible notar cómo, ya miradas en perspectiva, aparece una idea básica, una serie de signos y temas recurrentes, que dan al conjunto la imagen de una obra única pasada a través de varios desarrollos argumentales. Tal es el caso de la obra de Kafka. 



La idea del hombre que se acerca hasta el Palacio del Emperador a preguntar por la Ley, y que al querer entrar al recinto amurallado ve su camino impedido por un guardián que le advierte que tras él hay muchos otros guardianes. Cada guardián es a su modo cada vez más terrible, al punto de que el tercer guardián podría derrotar al hombre con solo una mirada.



Esta sencilla trama de un hombre, un campesino, que pretende ir más allá, saber quién está detrás de las terribles puertas, da vueltas una y otra en obras como Ante la ley, El proceso, El castillo, La condena, sin importar que se trate de un humide funcionario, de un empleado, de un comerciante, de un estudiante. Se trata de un hombre que depone lentamente sus aspiraciones, que languidece acurrucado junto a la primera puerta. Si en un principio creía que la ley era para todos, ahora, al final de su vida, reconoce que sus pobres medios nunca podrán desentrañar el enigma de quién administra o gobierna un sistema que resulta impredescible.



En todas se revela la ironía trágica de la existencia humana sometida a un poder omnímodo e incuestionable que escasamente da la cara. En todas estas obras la ironía deriva en un humor negro que lleva a los personajes a convivir con el absurdo, a aceptar el absurdo no solo de sus vidas sino a desarrollarse en medio de tramas inconexas y sin sentido. 



K en realidad no solo adolece de nombre; carece de origen, de destino y de una explicación; él mismo actúa en una línea de causalidades azarosas y termina comprometido en una farsa permanente, o quizá en una suerte de escenario onírico.



Se necesita una propuesta como la de Michael Haneke para dar cuenta de este tipo de universos laberínticos. En El castillo (1997), Michael Haneke, orquesta una comparsa lúdica alrededor del anonadado agrimensor (interpretado austeramente por Ulrich Mühe, el actor de La vida de los otros). Desde el castillo llegan emisarios y mensajes pero nunca sabemos a ciencia cierta si se habla con los hombres correctos, como nunca sabremos el final de la historia que escribía Kafka.



Mas si existe un personaje central en la obra tanto de Kafka como de Haneke es el tiempo y su circularidad. Haneke se regodea visualmente tratando de captar atmosféricamente (la nieve, el viento, la niebla, el paso cansado de los personajes) lo que en el libro son los esfuerzos vanos y la espera baldía del agrimensor. Lo que capta Haneke es la monotonía de unos personajes que repiten causas perdidas y se pierden sin más en peripecias vanas y dramas sentimentales incongruentes. Pero, a cambio, nos ofrece un ejercicio dramático que sin traicionar a Kafka se acerca a lo mejor de Brecht y de Beckett, sin duda.



domingo, 15 de mayo de 2011

Dilemas de la adaptación

No son fáciles las relaciones entre cine y literatura cuando se trata de enfrentar las grandes piezas de la literatura al cine. Por lo regular, el juicio es en contra del cine, pues ante la necesidad de sintetizar solo es posible ofrecer un producto secundario y que explora lo literario apenas en la superficie. Sin embargo, algunos ejemplos creativos muestran que sí es posible encontrar momentos en donde estos dos lenguajes se enriquecen mutuamente. Tal es el caso de Al Este del Edén, de Elia Kazán y de La muerte de un agente viajero, de Volker Scholdorf.

No era fácil enfrentarse a adaptar para el cine Al Este del Edén (1951), la vasta novela de John Steinbeck, pero en 1954 Elia Kazán, con la colaboración del propio autor, ofrece una pieza que aun cuando en un principio sorprende al lector de Steinbeck, al final deja claras las decisiones de la adaptación. 



La primera  de ellas es la de focalizar la película en el drama que en la novela ocupa tan solo las últimas páginas. Si Al Este del Edén trasciende la historia de los Hamilton y los Trask y relata la aventura de los pioneros y de los colonizadores que hacia 1870 llegaron a las lejanas tierras de California, para asentarse, dominar la tierra, construir casas, fundar pueblos, tener familia; una aventura en la que el papel principal la tuvieron los migrantes italianos, alemanes o simplemente los desplazados de la Guerra Civil; en la película de Kazán, por el contrario, nos remitimos únicamente a un breve episodio de 1917, el año en el que Estados Unidos finalmente decide entrar en la guerra. 



Otra de las decisiones notorias de la adaptación consiste en focalizar el eje de la historia en un personaje central, Cal (interpretado por James Dean), y quien encarnará para la época de la película el estereotipo de un joven en busca de su pasado y en franca lucha con el moralismo de su padre. Uno de los aciertos de la película es su inicio in medias res, es decir, el arrancar la historia con el viaje que Cal hace hasta Monterrey, por cuanto se ha enterado no solo de que su madre no está muerta sino que allí en la ciudad rige un burdel.

En Al Este del Edén aprovecha Elia Kazán para poner en escena un tema que el cine de los años 50 había empezado a cobrar  enorme interés para el público norteamericano: el cambio generacional, el paso de una sociedad regida por los principios morales o su publicidad, la unión familiar, la armonía de las relaciones humanas, el espíritu emprendedor de los fundadores; a una sociedad mucho más polémica, un tanto más desamparada y abatida. 



El cine de esta década va a movilizar buena parte de estas reflexiones generacionales a partir de la insurrección virulenta que encarna en actores emblemáticos como Marlon Brando, Paul Newman y Montgomery Cliff. El tema de la rebelión generacional si bien ya aparece en la novela a través del enfrentamiento entre los dos hermanos Trask y el favoritismo del padre por uno de ellos, va a ser destacado mediante un ejercicio de subjetivación del relato, que conlleva una interpretación cuidadosa del mundo interior del personaje central, con lo cual la película se acerca mucho al mundo de Steinbeck y a su cuidadosa narrativa.



Tal vez la literatura no necesite del cine, pero me pregunto si podemos volver sobre las páginas de Steinbeck sin ver la encarnación de los personajes que ha motivado la obra de Kazán. Como igualmente me parece difícil hoy ver o leer La muerte de un agente viajero (1949), de Arthur Miller, sin ver a Dustin Hoffman, a John Malkovitch y a Stepehn Lang en los papeles de Willy, Biff y Happy. De buenas a primeras se podría pensar que adaptar para el cine una obra de teatro es un ejercicio que ya está prácticamente resuelto. Pero basta con ver el pésimo resultado que produce la filmación de una obra de teatro. 



Son dos lenguajes diferentes y Schlondorf lo que hace en 1985 es  adaptar al lenguaje del cine, no del teatro. A modo de ejemplo veamos las primeras escenas, los primeros planos de un conductor que sufre un accidente, la toma en el zaguán en donde es posible escuchar el trasegar de alguien que se acerca llevando un pesado fardo y luego la cámara se mueve lentamente hacia atrás, un efecto estrictamente cinematográfico, para mostrar la sala en donde el mismo hombre, Willy Loman , grita: ¡Querida, ya llegué!, en tanto se da apertura a la escena.



El teatro lo hace a su manera, forzando a los espectadores a jugar con las posibilidades de ver en el mismo escenario y en la continuidad de la representación la puesta en escena del presente de Willy y el desastre familiar y, al mismo tiempo, a los personajes desdoblándose hacia un pasado ilusorio, gracias a las ensoñaciones de Loman. En la puesta en escena cinematográfica, Scholdorf cuenta con otra herramienta: la edición: aunque se dan en la continuidad del tiempo y del espacio, nos abrimos hacia un escenario de diferentes colores, otra música, otro vestuario y en donde los personajes surgen levemente rejuvenecidos, salvo Willy Loman. 



Gracias al juego de cámaras es posible seguir viendo a Willy, desde la boardilla y desde la perspectiva de sus dos hijos que escuchan su discurso delirante en la planta baja; o que el baño de Howard, e hijo de su antiguo jefe, se convierta de repente en un cuarto de hotel.



No pasemos de lado esta oportunidad para referirnos a esta historia, al doloroso encanto que emana de estos tres personajes: el viejo fracasado que no acepta que en aquélla, como en ésta, los hombres son necesarios hasta cuando resultan útiles; el joven que si bien busca su camino aún puede pasar mucho tiempo sin saber si vale la pena tanto esfuerzo; o el hombre que bien puede dedicarse mejor a aprovechar el momento sin que la vida, a largo plazo, le preocupe demasiado. En medio de estos tres discursos, la tragedia no ya de los antiguos héroes, sino de los hombres comunes y corrientes.

lunes, 7 de marzo de 2011

El Espejo (1974)

Tarkovski, espejos y paralelismos

Imaginemos a un hombre, Alexei, que en su lecho de enfermo es acosado insistentemente por las imágenes de un remoto pasado (1935?): la ausencia del padre, la madre solitaria que otea el horizonte, la llegada de otro hombre a la vida de la madre, la quema del erial cercano; segundo, la escena de la imprenta cuando la madre cree que ha cometido un error en su trabajo como correctora; también en el pasado, la escena en la que Alexei ojea las páginas de un texto de Leonardo Da Vinci; más tarde, las escena de Alexei en el colegio militar y la visita que la madre hace a la vieja casa en el campo, ocupada ahora por otras personas.



A estas imágenes del pasado se sobreponen, envueltas en un halo de onirismo, las imágenes del presente. Entonces se funden, en una serie de “espejos paralelos”, la imagen de la madre (de cuando era joven) con la de la esposa (María) –la misma actriz interpreta los dos personajes-; Ignat y Alexei, a los catorce años de edad, son interpretados por el mismo autor. Ver en la esposa un imaginario de su propia madre; ver en su propio hijo el imaginario de su propia adolescencia: Tarkovski juega con las múltiples acepciones de la palabra “espejo” (en ruso “zerkalo”, espejo, es una palabra que connota circularidad, círculo). Numerosas escenas, en donde pasado y presente se articulan como tiempos y espacios paralelos, ofrecen esta suerte de imágenes especulares y tiempos circulares.



Tarkovski no ofrece, no obstante, un juego de paralelismos y simetrías (presente-pasado) sino que, paulatinamente, revela que algunas de las imágenes se fusionan anacrónicamente. El hombre adulto recuerda su niñez y a su madre con el rostro de su ex esposa; recuerda su infancia con el rostro de su hijo: los niños pequeños y abandonados en el campo en medio de la guerra son rescatados al final por la madre, en el sueño, con el rostro de la mujer envejecida.



Mas no solo Alexei sueña o alucina: Ignat, su hijo, vive las experiencias que Alexei viviera muchos años atrás (la escena de la maestra que le pide a Ignat que lea la carta de Pushkin sobre el destino de Rusia).  A esta, así reseñada, sencilla historia, se suma que los recuerdos vienen acompañosdos de los versos de Arseni Tarkovski, leídos en off y reveladores de que el espejo, ese ejercicio de introspección en el alma de un hombre individual, es también un espejo de alcances históricos: la guerra civil española, el bloqueo de Leningrado, el fin de la segunda guerra, la revolución china, la suerte de los exiliados.



Ya en una obra como Solaris (1972) Tarkovski, inspirado en la novela de Stanislav Lem, había explorado el problema del tiempo como definitorio de la realidad. Si contra la idea de un tiempo lineal y único, se impone el concepto de que existen múltiples dimensiones temporales, o que la realidad y el tiempo son apenas proyecciones de nuestra vida mental (Berkeley), entonces hay muchas realidades disponibles, absurdas o contradictorias.

Sin embargo me interesa destacar las herramientas sintácticas a las que recurre Tarkovski para solicitar que su espectador arme la obra, dé al aluvión de imágenes fragmentarias un conjunto: llamadas telefónicas, alusiones al nombre de los personajes, revelaciones del tipo: “He soñado últimamente contigo” (a la madre, hablando por teléfono); “Te he dicho que te pareces a mi madre” (a María, la ex esposa); “¿En qué año nos abandonó mi padre?”.



El espejo es un texto de riquísimas implicaciones: una permanente reflexión sobre el papel del lenguaje, sobre el valor de las palabras, sobre la función del artista, sobre el sentido del arte en una época atravesada por los grandes conflictos humanos; sobre el desarraigo constante, la soledad del hombre y los conflictos afectivos. En El espejo, como en Stalker (1978) o en Nostalghia (1983), hay una historia, hay un relato que se puede transcribir a través de una sinopsis; pero tal relato es secundario ante la potencia de las imágenes y su complejo simbolismo: el fuego, el agua, la sangre, la tinta impresa; los íconos del arte (la iconografía de Da Vinci o la música de Bach): todos se depliegan como puertas, ventanas y espejos que se abren hacia espacios y dimensiones oníricos, fantásticos... reveladoramente íntimos.