sábado, 10 de septiembre de 2011

El tiempo sellado: un poética cinematográfica

Esculpir en el tiempo: el arte de Tarkovski



En El tiempo sellado, el cineasta ruso André Tarkovski afirma “cada arte vive y nace según sus propias leyes”. Es verdad que en el cine y en la literatura se ponen en juego la libertad y la imaginación creadora del espíritu humano, las mismas ambiciones de explorar la historia, la realidad y la ficción. Pero entre la representación a través del lenguaje verbal propio de la literatura y el campo de las imágenes movimiento que caracterizan al cine se despliega una una diferencia fundamental.



Como lo advierte Tarkovski, mientras la literatura cuenta con el lenguaje verbal, el cine “no tiene lenguaje”. No es fácil entender esta afirmación radical, mas lo cierto es que en el cine antes que recurrir a los referentes verbales las imágenes operan a través de una entrega inmediata de la realidad a la cual aluden, ponen la imagen ante nuestros ojos.




Las imágenes no hablan del tiempo sino que exponen la duración, esculpen un momento de la existencia o largos períodos de la historia: Andréi Rublev, La infancia de Iván, Solaris, El Espejo, Stalker, Sacrificio y Nostalgia se exponen como momentos del imaginario humano; hacen parte de un tiempo posible, de un futuro que se aproxima o de un pasado que no cesa; son momentos o trayectos del mundo concentrados en una sola imagen o un solo objeto: un ícono, un globo aerostático, una campana; unas ruinas de donde ha huido lo sagrado, un henal en llamas, un tronco abandonado en medio del camino.




Se puede hacer del cine una variante de la literatura y que la obra cinematográfica se dedique a “narrar” historias tal cual lo hace la novelas, recurriendo por ejemplo a poner en escena un narrador o una voz en off. Esto sucede con alguna frecuencia, pero no en la propuesta de Tarkovski. Si la literatura (en particular las grandes propuestas narrativas de Proust, Mann y Joyce) reconfigura nuestra experiencia del tiempo -como afirma Paul Ricoeur- y se convierte en guardián del tiempo, una de las características del cine -su características distintiva en relación con todas las demás formas artísticas- es fijar de modo inmediato el tiempo, permitir su reproducción. 



Según Tarkovski solo el cine da cuenta de la “realidad del tiempo” y procura su conservación enfrentando de esta manera la ineluctable condición de la vida siempre propensa a una total disolución. Quevedo expresa esta condición en estos versos:

Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto;
soy un fue, y un será y un es cansado.


Por eso, quizá, como ya lo reconoce Bazin en su ontología de la imagen, el cine es análogo de los embalsamadores, y algunos imágenes siguen plenos de juventud en la película. Solo en el el cine, Tadrio tendrá siempre la misma edad.Hoy el hombre va al cine, afirma Tarkovski, para recuperar el tiempo perdido, buscando experiencias de vida, para extender su experiencia del tiempo. A veces el tiempo de toda una vida, como sucede en Andrei Rublev (Tarkovski, 1966), se dispersa en una serie de fragmentos, quizá porque la vida no se puede representar de manera lineal, sino como una sucesiva serie de imágenes que se atraen caprichosamente.




O se define, como queda claro en El espejo (1974), en una serie de instantes cruciales cuando el hombre que agoniza reconstituye en su memoria su vida como una serie de imágenes que se sobreponen y en donde se funden infancia, madre e historia, en una compleja suma de realidad y onirismo. 


Tarkovski destaca, en cambio, la proximidad entre la precisión de la poesía y la capacidad de la imagen cinematográfica para captar el instante. Quizá esas leves epifanías que respiran en los haikús japoneses del tipo

Una rosa perdió sus hojas
Y de las puntas de todas las espinas
Cuelgan pequeñas gotas
(Citado por Tarkovski, en El tiempo sellado)


se aproximan a las imágenes que gravitan en el cine. Pero así como sucede en La Muerte en Venecia, de Visconti (1971) o en Nostalgia (Tarkovski, 1983), un objeto, una góndola, la calle de una ciudad, una plaza vacía, una edificación abandonada, solo vale como imagen cinematográfica si en ella habita una vivencia del tiempo y hace parte del tiempo sellado. 


jueves, 8 de septiembre de 2011

Olvidados inolvidables


Los olvidados, Luis Buñuel (1951)

Fácilmente adscribiríamos Los olvidados (1950) de Luis Buñuel en el contexto del cine neorrealista, pero basta una mirada más detallada para que muy pronto corrijamos esta impresión ligera que supone el tratamiento de la pobreza y de la miseria, y que nos obliga a desplazarnos a un horizonte francamente surrealista.



Mientras la mayor parte del cine neorrealista mantiene algunas de sus estructuras intactas (las relaciones fraternas, el vínculo familiar, la confianza en la función pedagógica, las imágenes de la madre, de los viejos) la obra de Buñuel desmorona todo estereotipo y arroja a sus personajes a una suerte de fatalidad y vacío. 


Desde Pedro, arrojado a la fatalidad; el Jaibo, criminal envuelto en el círculo de su propia historia; Ojitos, condenado a buscar a un padre que nunca aparece; el ciego, encerrado en su resentimiento; hasta personajes como la madre de Pedro, Julián o  la Meche, todos los personajes, los olvidados a los que alude el título de esta obra viven en callejones sin salida.


La escena del hombre tronco no pretende  despertar ninguna conmiseración, simplemente mostrar la crudeza y la mala suerte; lo mismo sucede con la imagen del padre de Julián que va por el pueblo lamentando la muerte de su hijo sin que se perciba un solo gesto de solidaridad; o con la imagen de la Meche, violentada por el Jaibo pero también por el abuelo que la obliga a esconder en un basurero el cuerpo de Pedro.


Quizá una de las escenas más descollantes del cine de Buñuel es aquella en la cual la madre ofrece a Pedro, en una visión onírica, las entrañas de Julián, el muerto que se esconde bajo la cama; otra, la escena final de la agonía del Jaibo. En ambas Buñuel funde motivos de las antiguas tragedias y conectan esta historia de la ciudad moderna con el pasado mítico.


Hoy sabemos que a instancias de los productores Buñuel filmó un segundo final, que mitigaba la dureza del primero. En este segundo, aunque Pedro daba muerte al Jaibo, volvía a la escuela prisión para seguir su reeducación: representaba, en suma, un triunfo de la confianza pedagógica depositada por el maestro; sin embargo este final no fue el que finalmente presentó el director en Venecia.