sábado, 26 de octubre de 2013

El ciudadano Kane, de Orson Welles: poder y titulares


Más allá del enigma de Rosebud

El ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), de Orson Welles, se nos antoja, a más de siete décadas de su estreno, una película de trascendente actualidad. La primera impresión la aporta el ejercicio artístico fotográfico, los encuadres inusuales, el depurado ejercicio escenográfico y actoral; en pocas palabras, la velocidad narrativa -un rasgo que hoy es casi una exigencia cuando se quiere hablar de medios de comunicación-, el exceso de información. 





Welles apeló a toda la tecnología de su época, a toda suerte de encuadres y a las novedades de las cámaras, el uso de teleobjetivos para captar incluso primeros planos, la agresiva combinación de contrapicados, el uso de los ojos de pescado en algunas tomas, la combinación de planos en una misma toma, los movimientos de cámara, los juegos de sombras que dan a esta propuesta en blanco y negro una riqueza cromática excepcional. La musicalización y la agilidad de sus diálogos, que hace que cada imagen y cada instante de la película este dotado de una riqueza visual y simbólica. 





El ejercicio narrativo incluye un resumen biográfico por la vía de un flash informativo (News on the March) con que se inicia la película y la combinación de cuatro flashbacks narrativos, que desde la perspectiva de cada narrador (Thatcher y Berstein, ligados a sus primeros años; Jedediah Leland, su único amigo; y, finalmente, Susan Alexander, su segunda esposa, su segundo fracaso) aportan “otra mirada”, otra verdad, a la reconstrucción de la vida de un hombre: desde su infancia, cuando hereda una gran fortuna gracias al hallazgo de una veta de oro; luego en el momento de la recepción de la fortuna a los 25 años de edad, cuando el joven millonario decide poner todo su capital en un periódico por entonces desconocido, hasta convertirse en el magnate de la prensa norteamericana, su ascenso político, su caída, sus dos matrimonios, la construcción de Xanadu, su caída, su soledad, su silencio, su muerte.







Más allá de todo esto, podemos reconocer la versatilildad de un actor, el propio Welles (coguionista, actor, director y productor) que a lo largo de la película rejuvenece y envejece, una y otra vez, hasta el instante de su muerte. El enigma de “Rosebud” que da origen a la necesidad de restaurar una vida, un detalle mínimo, que intenta “dar norte” a una búsqueda (por parte de un joven periodista, Thompson), el sentido de la última palabra que pronunció el magnate en el momento de su muerte. 



La historia del Khan de la prensa es una devastadora crónica del papel de los medios en la sociedad norteamericana. Como lo señala McLuhan, en Gobernar infiltrando a la prensa, Kane gobierna durante varias décadas desde los titulares de su periódico. Algunas máximas en labios de Kane recuerdan el ensayo de McLuhan: “las noticias ahora serán 24 horas al día”; “la importancia de la noticia se medirá por el tamaño de los titulares”, “la realidad se ajustará a lo que publiquemos en primera plana”, “todo dependerá de lo que nosotros escribamos”, “el New Yorker ya le declaró la guerra a España”.







A lo anterior sumemos el humor negro que aporta el tono satírico de la historia -sabemos muy bien que la obra fue una parodia inspirada en el magnate de las comunicaciones William Raldoph Hearst-. La actuación de Welles personifica con creces la megalomanía de Kane y todas sus extravagancias desde el mismo trabajo fotográfico y actoral, ofreciendo siempre una imagen que se impone al resto del escenario, aplastando toda otra historia. 




En medio de todo este juego arrollador, permanece Rosebud. La película da algunas pistas pero no resuelve: una palabra impresa en un juguete de madera que al final es consumido por las llamas, el nombre de una casa envuelta en la nieve lejana de la infancia, el nombre de una primera novia cuyo nombre nunca apareció en titulares; rosebud en inglés no es otra cosa que “botón de rosa”, término propio tomado de las historias sentimentales que hacían carrera en el cine, y que hubiera podido mantener en vilo la atención del público del teatro de vodevil (vaudeville, comedia frívola que intenta mantener la atención mediante una cierta intriga). Incluso en este detalle Welles mantiene su insuperable humor y ambigüedad. 




viernes, 18 de octubre de 2013

Un grito en la oscuridad (1988)


Ciclo: Medios Discurso y Poder

Este nuevo ciclo de ocho películas gira en torno a una serie de cuestionamientos sobre la relación entre medios, poder y discurso. Se pretende analizar el papel de medios como la prensa, la radio, la televisión y el internet en la construcción de los imaginarios socioculturales y los efectos políticos de sus acciones. 



Para hablar del papel de los medios y de la opinión pública iniciamos este ciclo con Cry in the Dark (1988), de Fred Schepesi; hablaremos de Medios de prensa y poder, de la mano de El ciudadano Kane, de Orson Welles, 1941. Nuestra reflexión sigue con Harvey Milk (2008), de Gus van Sant, y Cortina de Humo, Wag the dog, de Barry Levinson (1997); con películas como The Matriz y La Clase (Laurent Cantet), abordaremos otras formas del discurso y en concreto los dilemas del discurso pedagógico. Con La vida de los otros, de Florian Henckel (2006), hablaremos del estado vigilante. Terminamos este ejercicio con In my country, John Boorman (2004), para hablar de la relación entre escritura y memoria y, en suma, sobre la escritura de la historia oficial. 




Un grito en la oscuridad, en inglés Cry in the dark, tiene como título original Evil Angels, y abre con ello un juego de palabras. ¿Quiénes son aquellos “ángeles perversos”? La película de Fred Schepesi es un buen ejemplo de la incidencia de los medios de comunicación en todos los estamentos de la sociedad. Los medios aparecen en esta historia llevando a cabo un juicio paralelo al que se realiza en los estrados; los vemos invadiendo todos los estamentos de la vida social, monopolizando la totalidad de la existencia; podríamos afirmar que los medios tematizan la conversación cotidiana, es decir, establecen los temas de los que hay que hablar y encauzan la opinión público anticipando los juicios y usufructuando las tensiones sociales.




A través de medios como la radio, la prensa, la televisión la realidad es editada para crear un efecto noticiario; los titulares explorar las posiciones radicales, se nutren de la truculencia de la historia, sacan provecho de las posibilidades más bizarras. Lo sensacional, lo extraordinario, el crimen siempre han llamado la atención de las masas; hoy todos estos elementos se encuentran con creces en los tribunales de justicia, en los pasillos de la corte y los agentes noticiarios van por sangre humana. 




Siguiendo a Bourdieu, la opinión pública no existe, no existe como ilusoriamente pensamos que existe, como un ejercicio de la democracia y de la madurez intelectual de una sociedad civilizada; en contraste, sí existe como artefacto y estrategia estadística que fabrica la ilusión de que basta con sumar las opiniones individuales para generar un ejercicio democrático. La idea de la opinión pública como la ofrecen los medios de comunicación, y apelando al artilugio de los números, se convierte en un ejercicio de polarización que niega la posibilidad de reconocer en los matices, las tensiones que dan vida a la interacción social. 




Lo interesante de la película de Schepesi es, no obstante mantener una línea argumental centrada en la historia de la familia Chamberlain y en particular en Linda (Meryl Streep), la propuesta casi etnográfica de su tratamiento; algo que logra el autor al introducir, a lo largo de toda la obra, la mirada de los otros:  público desde sus sitios de trabajo, amas de casa, familias en medio de una cena; los periodistas en los pasillos, en sus salas de redacción, en las puertas de los tribunales; público, en general, en cualquier lugar y momento donde haya encendido un radio o un televisor; titulares de prensa, recortes; el detrás de escena de los shows periodísticos; comentarios sueltos de los fiscales y de los abogados. Desde una perspectiva cerrada, centrada únicamente en el drama de Linda, asistiríamos únicamente a una muestra de las precariedades de la justicia; tal como lo hace Schepesi, el resultado es que la película aporta una visión panorámica de las tensiones sociales e ideológicas. 

martes, 16 de abril de 2013

Pizarras: desplazamiento del docente


¿Cómo concebir la pedagogía, el proyecto de formación de una sociedad, cuando la escuela ha sido arrasada? Pizarras (Blackboards), la película de la directora iraní Samira Makhmalbaf -1980- (2000) ofrece una dura metáfora, me atrevo a pensar que es válido hablar de una verdadera alegoría, de una sociedad en conflicto en donde a las víctimas se suma la escuela y todo su proyecto. 


Hay ante todo una geografía y una historia: la dureza de un territorio que debe ser atravesado; un conflicto bélico. No necesariamente hablamos de la destrucción física de la escuela, sino de la destitución del maestro. En Pizarras un grupo de profesores con sus pizarras al hombro buscan a quién enseñar: pero los niños están ocupados, como todos los demás sobreviviendo. En este escenario el maestro es un extraño que aparece en medio del camino.


Hablo de Pizarras como alegoría porque en esta obra se representa la tarea del pedagogo como un andar, un peregrinaje, andar un camino cada vez más pedregoso. En Pizarras se muestra que es posible que el deseo de aprender haya sido dejado de lado, hay situaciones en las cuales la escuela es borrada, con todo su marco institucional. ¿Para qué aprender a leer, escribir, sumar o restar en medio de las balas? Existe una expresión clásica: “ultima ratio”, que venía acuñada en las balas y antiguamente en las lanzas y balas de cañón. 



Frente a esta “ultima ratio” desaparecen todas las demás razones. Pizarras, cuyo argumento nos lleva a los años terribles del conflicto fronterizo entre Irán e Irak, dos décadas atrás, nos devuelve por el contrario a la realidad de nuestra escuela; pues, ¿qué pasa con la escuela en los territorios donde se comete las masacres, en donde lo normal es el desplazamiento, en donde los niños deben traficar para sobrevivir porque sus padres han sido asesinados?  
En Pizarras nos puede llamar la atención que a la llegada del maestro (ese extraño) se cierran las puertas y las ventanas. Sin embargo, es el maestro el llamado a convocar. Por un lado, encontramos, entonces, la vocación del maestro, su consigna y su amor a las letras, a las palabras, y su afán de compartir un mundo de cosas maravillosas; por otro lado, estaría su capacidad para convocar, para rodearse de alguien que escuche  sus palabras. El asunto que presenta  Makhmalbaf como tema central de su película.
Me he referido a alegoría del pedagogo destituido en los momentos de conflicto con esta película en razón de lo que las imágenes son capaces de comunicar: las pizarras a cuestas de caminos pedregosos, las pizarras usadas como escudos para protegerse de las balas, como camillas, como colgadero de ropa o usadas para entablillar a los fracturados; las pizarras como única dote del maestro, las pizarras mimetizadas con barro; en suma, la pizarra como un elemento emblemático atravesado a mitad del camino. La pizarra como investidura, como herramienta, como presupuesto de un tipo de metodología y como orientadora de qué enseñar: la escritura, el alfabeto, algunos signos matemáticos, por ejemplo.


Más aún en medio del conflicto y el desplazamiento persiste el deseo de enseñar, de convencer a los otros, de hallar a los niños también endurecidos por la vida, en este marco el destino del docente es similar al de todos los hombres, andar a su lado, hacer el camino con ellos. No sólo existe el saber de la pizarra, el saber del maestro sino también en saber de los niños: el contador de historias que puede prescindir de los libros.
Al intento del maestro de enseñar las palabras escritas, se opone el saber oral de los niños “no quiero saber nada de tus historias”, que grita el maestro; en segundo lugar la alegría del maestro quien luego de hacer un largo viaje, quizá anticipado por su nombre Reeboir, que significa  viajero, exclama “por fin niños” contrasta con la aspereza de los niños que llevan las cargas, el peso simbólico de la cruda realidad. Al final solo la niebla, el vacío: la pregunta: ¿ha guiado el maestro al pueblo o simplemente ha caminado como uno más a su lado? 

miércoles, 7 de marzo de 2012

Blow Up (1966) y la pérdida del mundo


Entro a esta reflexión no solo sobre la película de Antonioni sino sobre la imagen cinematográfica como metáfora de la imagen contemporánea a partir de dos paradojas. La primera proviene de Paul Virilio: “Cuanto más rápido llego al extremo del mundo, más rápido vuelvo y más se reduce mi mapa mental a la nada". (El cibermundo o la política de lo peor, p. 45); la segunda, deriva directamente de la película y está en mis palabras: no puedo impunemente enmarcar la realidad (nemo me impune lacesit, decía un personaje de Edgar Allan Poe) sin correr el riesgo de tergiversar los objetos del mundo.



Blow up (1966), la maravillosa versión o libre adaptación creada por Michelangelo Antonioni y Tonino Guerra a partir de un cuento de Cortázar, dará testimonio de estas dos preocupaciones. Es imposible referirse al mundo, a nuestra idea del mundo, sin que tal configuración esté atravesada por las imágenes cinematográficas, por la misma idea de velocidad y movimiento que anima la imagen cinematográfica. Recordemos que la palabra cine, del griego kinos, no es otra cosa que movimiento. El siglo XX, como lo dice Virilio en La política de lo peor pero también en muchas de sus otras obras, en La estética de la desaparición, por ejemplo, señala que el signo del siglo XX es la velocidad, la aceleración. La pregunta es qué puede ver el hombre o a qué realidad nos podemos referir cuando el mundo se percibe a través de la mirada de un hombre atontado por el vértigo (primero el tren, luego el avión, luego la velocidad electrónica).



En esta última obra, Estética de la desaparición, señala Virilio que hay en la historia reciente de la humanidad dos acontecimientos: la aviación y el cine. Ambos han cambiado nuestra imagen de la tierra, han creado una globalización paradójica: más que ampliar nuestra imagen del mundo, la han reducido.



En el relato Las babas del diablo (1959), de Julio Cortázar, el narrador de la historia se pregunta cómo contar esto, desde qué ángulo, desde qué perspectiva. La historia del fotógrafo que recorre París, las orillas del Sena, y que al tomar una fotografía descubre que ha registrado un delito en progreso, probablemente un caso de pederastia, es recogida por Antonioni y adaptada a otro tipo de crimen.



La magia del texto de Cortázar radica en el juego con las palabras: estas falsean la realidad pues establecen un yo, un o un él del relato que en todos los casos resulta falso. Bien mirado, como en tantos otros relatos de Cortázar, el que no existe de antemano es el narrador, pues ha sido aniquilado por uno de sus personajes. Esta muerte del narrador es evidente en piezas de Cortázar como Continuidad de los parques o en Instrucciones para John Howell.



Pero, a diferencia de Cortázar, el protagonista de Antonioni, no es un escritor fotógrafo, sino un fotógrafo profesional, un investigador del lenguaje de las imágenes. En Antonioni, Thomas, logra borrar una realidad y descubrir otra solo gracias a un efecto similar a algunos de los efectos mencionados por Virilio, el efecto blow up (en inglés: ampliación fotográfica). Ampliar una fotografía (como desplazarse a altas velocidades) tiene un costo para la realidad. Al acercarme mucho a la realidad, la pierdo: me quedan únicamente los granos o pixeles. Pero tanto a Antonioni como a Cortázar le placen los argumentos policíacos. Tras los setos del parque (esta vez en Londres) se oculta un asesino y en otras tomas fotográficas, cambiando el campo de visión, aparecerá el cuerpo asesinado.



Un detalle en la obra de Antonioni llama la atención: la película propone tres tipos de ejercicios fotográficos: Thomas es fotógrafo de estudio y pasarela (la sesión de fotografía); es además fotógrafo ocasional de paisajes urbanos (la sesión en el parque) y es, finalmente, fotógrafo social o reportero gráfico, de lo que da cuenta que elabora un libro de fotografías sobre las condiciones en una fábrica. Esta no es una cuestión dejada al azar. Estos tres ámbitos hablan sobre el orden de lo fotográfico y del arte: en realidad establece diferentes planos del uso de la imagen.        



En La pérdida del mundo o cómo reencontrar el cuerpo propio, Paul Virilio afirma: “He propuesto incluso inscribir el .trayecto entre el objeto y el sujeto e inventar el neologismo ‘trayectivo’ para sumarse a ‘subjetivo’ y ‘objetivo’. Soy, pues, un hombre de lo ‘trayectivo’ y la ciudad es el lugar de los trayectos y de la trayectividad. Es el lugar de la proximidad entre los hombres, de la organización del contacto”. (p. 43) El cine nos ha acostumbrado a esta suerte de trayectos y la educación de hoy debería apuntar a esta suerte de trayectos, que marcan puntos de fuga, caminos, senderos, viajes y no puntos de llegada, conclusivos y definitivos.



Lo que está en juego con la imposición de la imagen del cine es como resalta Virilio en El Cibermundo, la política de lo peor nuestra idea de la realidad. ¿Qué pasa cuando la tele (cine, ciudad virtual) sustituye al ágora, al corazón de la urbe e imponen el simulacro. “Vemos que la pérdida del cuerpo propio conlleva la pérdida del cuerpo del otro, en beneficio de una especie de espectro del que está lejos, del que está en el espacio virtual de Internet o en el tragaluz que es la televisión”. (p. 47)



Como dice Virilio, desaparece nuestra idea básica del hic et nunc para sumergirnos en un universo inmaterial y fantasmagórico. En este horizonte, entonces, ¿qué escuela plantear?, ¿qué función del maestro proponer?, ¿sobre qué fundamento actuar? Tal vez ser solidarios y cautos en entender nuestro propio itinerario como trayecto, como búsqueda de la realidad y de contar en el camino con algunos pocos y valiosos puntos de encuentro, no obstante. 



miércoles, 18 de enero de 2012

El cine del Sertón

Al igual que Los olvidados, de Buñuel, Dios y el Diablo en la Tierra del Sol, de Glauber Rocha (1964) es un clásico del cine latinoamericano. En uno de los tantos países llamados Brasil existe una región de extensiones inconmensurables, tierra árida e indómita en donde muchos persiguen la tierra prometida: el sertón. Después de la Revolución Cubana, que alentaba en el espíritu de muchos de los intelectuales latinoamericanos, el cine brasileño imbuido de la estética del neorrealismo italiano, llevó a cabo una serie de experimentos con los que volvía sobre temas sociales de sesgo fuertemente político y militante.

La historia de Manuel, el campesino sertanero que encarna al hombre desposeído de la tierra, desplazado primero al fanatismo y luego a la violencia, se vivía literalmente en los habitantes del Grande Sertao, la tierra mitificada literariamente primero en los crónicas de Euclides da Cunha y luego a través de la magia del màximo cuentista y novelista brasileño, Joao Guimaraes Rosa, autor de Grande Sertao Veredas.

Glauber Rocha se abre paso a través de un lenguaje inusual, irrumpiendo con un relato fragmentado, con una cámara en el hombre y apelando a muchos actores naturales. Salvo el personaje de Antonio Das Mortes, la mayoría de los personajes de la historia son los mismos que deambulan por el territorio sertanero y que medran en las crónicas populares de los juglares de la región.

Esta historia de expoliación, de la violencia crónica, ha sido igualmente analizada literariamente por Jorge Amada en obra como Cacao y Los coroneles, en donde narra las historias no solo de los pueblos desplazados sino de los terratemientes que antes de convertirse en señores eran simplemente patrones de bandidos y matarifes a caballo del tipo Antonio Das Mortes.

Deus e o diabo na terra do sol fue filmada directamente en el sertao y hace parte de la crónica que luego continúa la historia con Antonio Das Mortes. De acuerdo con la “estética de la violencia”, movimiento en el cual se inscribe esta propuesta, se llega a la violencia empujado por el hambre y la justicia, con la esperanza de que tarde o temprano se dé un acto revolucionario y transformador, descolonizador consciente.

En contraste con las ciudades pujantes, prósperas y ricas del Brasil, el sertao parece una Terra sim fim, abandonada y sin expectativas, en donde impera la ley de los cangaceiros y los santones. Mas para mostrar esta historia, narrada desde la perspectiva de un juglar ciego, Glauber Rocha recurre a una combinación de primeros planos con rápidos movimientos y resultados fuertemente expresivos que nos recuerdan muchas de las escenas del Acorazado Potemkim, de Sergei Eiseinstein; en otros casos, con la cámara en el hombre, el plano se desplaza lentamente hasta alcanzar vastos horizontes, haciendo honor a las palabras del Guimaraes, quien dice: “Esto es el sertón, algunos quisieran que así no fuera; que fuera otra cosa, pero así son las cosas, se puede andar diez o quince leguas sin encontrar morada alguna, ni pastos buenos...”

miércoles, 19 de octubre de 2011

La Otra Historia

En Historia Oficial (1985), la película argentina más premiada internacionalmente, Luis Puenzo da un ejemplo de la capacidad del cine para dar cuenta de la realidad de una manera artística. La historia que cuenta la historia oficial tiene la virtud de partir de la experiencia de los seres de carne y hueso que viven o padecen la historia. No se trata de la historia escrita en los manuales de texto, que sigue Alicia, la ingenua y severa profesora de historia que hasta cierto punto de su vida cree que la realidad se puede confinar al mundo que ha vivido. 




Alicia es el personaje que pasa de vivir en la indiferencia o la ignorancia de la realidad histórica a la toma de conciencia. En los años en los cuales se grababa esta película Argentina vivía los años más duros de la década funesta de la dictadura y las consecuencias de la derrota de la Guerra de las Malvinas. Hablamos del drama de los prisioneros políticos, de las madres de de la Plaza de Mayo, de la reconstrucción de las listas de los muertos, prisioneros, exiliados, desaparecidos. 




Pero a diferencia de muchas otras películas, la "historia" de fondo aquí se cuenta desde adentro, desde las discusiones familiares, desde las diferencias insuperables en el seno íntimo de una familia. El detonante, el descubrimiento de que su hija es hija de una mujer torturada y asesinada por el grupo de victimarios que dirige su propio marido. 





Una de las grandes virtudes de esta obra consiste en contar la historia a través de una serie de episodios altamente simbólicos que revelan el conflicto: el relato de Anna, quien después de cinco años de exilio relata la verdadera historia de su partida; la imagen del aula de clase en donde se impone una historia de papel sobre las historias de carne y hueso que en algún momento de la película los estudiantes pegan en el tablero; la escena de una fiesta en donde la pequeña Gaby grita aterrada cuando sus primos juegan a los allanamientos; la escena en la casa de los padres de Alberto, en donde las tensiones familiares repiten las tensiones de la misma historia; finalmente, la escena en donde Alberto convierte a Alicis en una más de sus víctimas. 




Punzo en escena mucho más complejo que los problemas políticos: la corrupción política, la historia de una crisis económica anunciada, la escuela encargada de borrar la historia, de acomodarla a los fines oficiales; el papel de la literatura reveladora de otra forma de contar la historia.

sábado, 10 de septiembre de 2011

El tiempo sellado: un poética cinematográfica

Esculpir en el tiempo: el arte de Tarkovski



En El tiempo sellado, el cineasta ruso André Tarkovski afirma “cada arte vive y nace según sus propias leyes”. Es verdad que en el cine y en la literatura se ponen en juego la libertad y la imaginación creadora del espíritu humano, las mismas ambiciones de explorar la historia, la realidad y la ficción. Pero entre la representación a través del lenguaje verbal propio de la literatura y el campo de las imágenes movimiento que caracterizan al cine se despliega una una diferencia fundamental.



Como lo advierte Tarkovski, mientras la literatura cuenta con el lenguaje verbal, el cine “no tiene lenguaje”. No es fácil entender esta afirmación radical, mas lo cierto es que en el cine antes que recurrir a los referentes verbales las imágenes operan a través de una entrega inmediata de la realidad a la cual aluden, ponen la imagen ante nuestros ojos.




Las imágenes no hablan del tiempo sino que exponen la duración, esculpen un momento de la existencia o largos períodos de la historia: Andréi Rublev, La infancia de Iván, Solaris, El Espejo, Stalker, Sacrificio y Nostalgia se exponen como momentos del imaginario humano; hacen parte de un tiempo posible, de un futuro que se aproxima o de un pasado que no cesa; son momentos o trayectos del mundo concentrados en una sola imagen o un solo objeto: un ícono, un globo aerostático, una campana; unas ruinas de donde ha huido lo sagrado, un henal en llamas, un tronco abandonado en medio del camino.




Se puede hacer del cine una variante de la literatura y que la obra cinematográfica se dedique a “narrar” historias tal cual lo hace la novelas, recurriendo por ejemplo a poner en escena un narrador o una voz en off. Esto sucede con alguna frecuencia, pero no en la propuesta de Tarkovski. Si la literatura (en particular las grandes propuestas narrativas de Proust, Mann y Joyce) reconfigura nuestra experiencia del tiempo -como afirma Paul Ricoeur- y se convierte en guardián del tiempo, una de las características del cine -su características distintiva en relación con todas las demás formas artísticas- es fijar de modo inmediato el tiempo, permitir su reproducción. 



Según Tarkovski solo el cine da cuenta de la “realidad del tiempo” y procura su conservación enfrentando de esta manera la ineluctable condición de la vida siempre propensa a una total disolución. Quevedo expresa esta condición en estos versos:

Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto;
soy un fue, y un será y un es cansado.


Por eso, quizá, como ya lo reconoce Bazin en su ontología de la imagen, el cine es análogo de los embalsamadores, y algunos imágenes siguen plenos de juventud en la película. Solo en el el cine, Tadrio tendrá siempre la misma edad.Hoy el hombre va al cine, afirma Tarkovski, para recuperar el tiempo perdido, buscando experiencias de vida, para extender su experiencia del tiempo. A veces el tiempo de toda una vida, como sucede en Andrei Rublev (Tarkovski, 1966), se dispersa en una serie de fragmentos, quizá porque la vida no se puede representar de manera lineal, sino como una sucesiva serie de imágenes que se atraen caprichosamente.




O se define, como queda claro en El espejo (1974), en una serie de instantes cruciales cuando el hombre que agoniza reconstituye en su memoria su vida como una serie de imágenes que se sobreponen y en donde se funden infancia, madre e historia, en una compleja suma de realidad y onirismo. 


Tarkovski destaca, en cambio, la proximidad entre la precisión de la poesía y la capacidad de la imagen cinematográfica para captar el instante. Quizá esas leves epifanías que respiran en los haikús japoneses del tipo

Una rosa perdió sus hojas
Y de las puntas de todas las espinas
Cuelgan pequeñas gotas
(Citado por Tarkovski, en El tiempo sellado)


se aproximan a las imágenes que gravitan en el cine. Pero así como sucede en La Muerte en Venecia, de Visconti (1971) o en Nostalgia (Tarkovski, 1983), un objeto, una góndola, la calle de una ciudad, una plaza vacía, una edificación abandonada, solo vale como imagen cinematográfica si en ella habita una vivencia del tiempo y hace parte del tiempo sellado.