Entro a esta reflexión no solo sobre la película de
Antonioni sino sobre la imagen cinematográfica como metáfora
de la imagen contemporánea a partir de dos paradojas. La primera proviene de
Paul Virilio: “Cuanto más rápido llego al extremo del mundo, más rápido vuelvo
y más se reduce mi mapa mental a la nada". (El
cibermundo o la política de lo peor, p. 45); la segunda, deriva
directamente de la película y está en mis palabras: no puedo impunemente
enmarcar la realidad (nemo me impune
lacesit, decía un personaje de Edgar Allan Poe) sin correr el riesgo de
tergiversar los objetos del mundo.
Blow up (1966), la maravillosa versión o libre
adaptación creada por Michelangelo Antonioni y Tonino Guerra a partir de un
cuento de Cortázar, dará testimonio de estas dos preocupaciones. Es imposible
referirse al mundo, a nuestra idea del mundo, sin que tal configuración esté
atravesada por las imágenes cinematográficas, por la misma idea de velocidad y
movimiento que anima la imagen cinematográfica. Recordemos que la palabra cine,
del griego kinos, no es otra cosa que movimiento. El siglo XX, como lo dice Virilio
en La política de lo peor pero
también en muchas de sus otras obras, en La
estética de la desaparición, por ejemplo, señala que el signo del siglo XX
es la velocidad, la aceleración. La pregunta es qué puede ver el hombre o a qué
realidad nos podemos referir cuando el mundo se percibe a través de la mirada
de un hombre atontado por el vértigo
(primero el tren, luego el avión, luego la velocidad electrónica).
En esta última obra, Estética
de la desaparición, señala Virilio que hay en la historia reciente de la
humanidad dos acontecimientos: la aviación y el cine. Ambos han cambiado
nuestra imagen de la tierra, han creado una globalización paradójica: más que
ampliar nuestra imagen del mundo, la han reducido.
En el relato Las
babas del diablo (1959), de Julio Cortázar, el narrador de la historia se
pregunta cómo contar esto, desde qué
ángulo, desde qué perspectiva. La historia del fotógrafo que recorre París, las
orillas del Sena, y que al tomar una fotografía descubre que ha registrado un delito en progreso, probablemente un
caso de pederastia, es recogida por Antonioni y adaptada a otro tipo de crimen.
La magia del texto de Cortázar radica en el juego con las
palabras: estas falsean la realidad pues establecen un yo, un tú o un él del relato que en todos los casos
resulta falso. Bien mirado, como en tantos otros relatos de Cortázar, el que no
existe de antemano es el narrador, pues ha sido aniquilado por uno de sus
personajes. Esta muerte del narrador es evidente en piezas de Cortázar como Continuidad de los parques o en Instrucciones para John Howell.
Pero, a diferencia de Cortázar, el protagonista de
Antonioni, no es un escritor fotógrafo, sino un fotógrafo profesional, un
investigador del lenguaje de las imágenes. En Antonioni, Thomas, logra borrar
una realidad y descubrir otra solo gracias a un efecto similar a algunos de los
efectos mencionados por Virilio, el efecto blow
up (en inglés: ampliación fotográfica). Ampliar una fotografía (como
desplazarse a altas velocidades) tiene un costo para la realidad. Al acercarme
mucho a la realidad, la pierdo: me quedan únicamente los granos o pixeles. Pero
tanto a Antonioni como a Cortázar le placen los argumentos policíacos. Tras los
setos del parque (esta vez en Londres) se oculta un asesino y en otras tomas
fotográficas, cambiando el campo de visión, aparecerá el cuerpo asesinado.
Un detalle en la obra de Antonioni llama la atención: la
película propone tres tipos de ejercicios fotográficos: Thomas es fotógrafo de
estudio y pasarela (la sesión de fotografía); es además fotógrafo ocasional de
paisajes urbanos (la sesión en el parque) y es, finalmente, fotógrafo social o
reportero gráfico, de lo que da cuenta que elabora un libro de fotografías
sobre las condiciones en una fábrica. Esta no es una cuestión dejada al azar.
Estos tres ámbitos hablan sobre el orden de lo fotográfico y del arte: en
realidad establece diferentes planos del uso de la imagen.
En La pérdida del
mundo o cómo reencontrar el cuerpo propio, Paul Virilio afirma: “He
propuesto incluso inscribir el .trayecto entre el objeto y el sujeto e inventar
el neologismo ‘trayectivo’ para sumarse a ‘subjetivo’ y ‘objetivo’. Soy, pues, un hombre de
lo ‘trayectivo’ y la ciudad es el lugar de los trayectos y de la trayectividad.
Es el lugar de la proximidad entre los hombres, de la organización del contacto”.
(p. 43) El cine nos ha acostumbrado a esta suerte de trayectos y la educación
de hoy debería apuntar a esta suerte de trayectos, que marcan puntos de fuga,
caminos, senderos, viajes y no puntos de llegada, conclusivos y definitivos.
Lo que está en juego con la imposición de la imagen del
cine es como resalta Virilio en El
Cibermundo, la política de lo peor nuestra idea de la realidad. ¿Qué pasa
cuando la tele (cine, ciudad virtual)
sustituye al ágora, al corazón de la urbe e imponen el simulacro. “Vemos que la pérdida del cuerpo propio conlleva la
pérdida del cuerpo del otro, en beneficio de una especie de espectro del que
está lejos, del que está en el espacio virtual de Internet o en el tragaluz que
es la televisión”. (p. 47)
Como dice Virilio, desaparece nuestra idea básica del hic et nunc para sumergirnos en un
universo inmaterial y fantasmagórico. En este horizonte, entonces, ¿qué escuela
plantear?, ¿qué función del maestro proponer?, ¿sobre qué fundamento actuar?
Tal vez ser solidarios y cautos en entender nuestro propio itinerario como trayecto, como búsqueda de la realidad y
de contar en el camino con algunos pocos y valiosos puntos de encuentro, no
obstante.