viernes, 18 de septiembre de 2015

Lolita, adorable, pero...

Un pasaje de Lolita, de Vladimir Nabokov, nos pone sobre la pista del tono de esta obra épica: 
Fue entonces cuando empezaron nuestros prolongados viajes por todos los Estados Unidos. Pronto llegué a preferir a cualquier otro tipo de alojamiento para turistas los que proporcionaba el Functional Motel: escondrijos limpios, agradables, seguros; lugares ideales para el sueño, la discusión, la reconciliación, el amor. 


Pero mejor este otro:
Una mezcla de candor y decepción, de encanto y vulgaridad, de azul malhumor y rosada alegría, Lolita podía ser una chiquilla exasperante cuando le daban ganas. En realidad, yo no estaba del todo preparado para sus accesos de hastío desorganizado, sus apretujones vehementes e intensos, sus actitudes de abandono (piernas abiertas, aire vencido, ojos narcotizados), sus bravuconadas (una especie de difusas payasadas que consideraba muy recias, según los cánones de un muchachote pendenciero). Mentalmente, la consideraba una chiquilla convencional hasta la repulsión. Almibarado hot jazz, baile acrobático, imponentes helados de chocolate, revistas cinematográficas, discos, etcétera: ésos eran los puntos obvios en su lista de cosas preferidas. ¡Sabe Dios cuántos níqueles míos alimentaron los insaciables fonógrafos automáticos, inseparables de cada comida nuestra! 


Y es que Lolita encarna todo lo que censura el reputado intelectual. Ella es la vida fresca, el desaire permanente, la encarnación perfecta de toda frivolidad contemporánea:
Todavía oigo la voz nasal de esos seres invisibles que le cantaban serenatas, personas con nombres como Sammy y Jo y Eddy y Tonny y Peggy y Patty y Rex, y las canciones sentimentales, todas tan similares en mis oídos como los diversos helados de Lo en mi paladar. Dolly creía con una especie de fe celestial en todo anuncio o consejo aparecido en Movie Love o Screen Land («Starasil seca los granos» o «Conviene cuidar que los faldones de la camisa no asomen por los blue jeans, chicas, pues Jill dice que les queda mal»). Si un anuncio decía junto al camino « ¡Visitad nuestra tienda de obsequios! », debíamos visitarla, debíamos comprar sus curiosidades indias, sus muñecas, sus alhajas de cobre, sus dulces de cacto. Las palabras «novedades y recuerdos» la hechizaban con su melodía trocaica. Si un letrero de un café proclamaba «Bebidas Heladas», Lo se estremecía automáticamente, aunque todas las bebidas estaban heladas por todas partes. Lo era el destinatario de todos los anuncios: el consumidor ideal, el sujeto y objeto de cada letrero engañoso. Y yo intentaba patrocinar –sin éxito– sólo aquellos restaurantes donde el sagrado espíritu de Huncan Dines había descendido sobre los bonitos manteles de papel y las ensaladas coronadas de queso. 


Kubrick sabe que la calidad de una novela como Lolita, radica en la prosa de Nabokov y en la obsesión del autor por un argumento. El estilo de Nabokov, es fascinante, reconoce Kubrick, por la capacidad que tiene esta obra de comunicar no tanto un conjunto de acciones sino los pensamientos de un personaje, que explora a fondo sus ansiedades, sus miedos, sus deseos. Por eso, su propósito será dramatizar no una historia sino un hilo de pensamiento. 



Lolita, la novela, era ya un escándalo antes de ser filmada, y se había convertido en todo un Best Seller. El argumento es trágico y cómico: Humbert Humbert se casa con una viuda solo para estar cerca de Lolita, una niña de 14 años, pero termina perdiendo la partida frente a hombres más atrevidos y osados que él. Mas el enemigo puede que no sean tanto estos hombres devoradores que pululan en la obra, sino la buena conciencia que convierte a Lolita en  una madre y esposa común y corriente. Kubrick declara durante el rodaje que “quiere ser completamente fiel a la novela”, al espíritu de la obra, a esta permanente desesperanza. 
El problema al filmar era la censura y el tratamiento de la sexualidad en la pantalla. La novela puede estilizar y sugerir a través del poder de las palabras: la imagen, en contraste, se comporta de manera evidente. Kubrick, al poner al viejo Humbert a pintar las uñas de una niña descarada, insinúa mucho más de lo que deja ver. 




Los puritanos quieren ver en Humbert, solo en Humbert, al hombre pervertido; la novela y la película son claros en cuanto a que los personajes que rodean a Humbert no son menos grotescos o menos arrasados por los apetitos sexuales. No es menos perversa y advenediza la joven nínfula.