En El hombre imaginario, Edgar Morin afirma que el asunto del cine es el mundo “imaginario” de los seres humanos, sus sueños, sus ilusiones, sus pesadillas. El cine se despliega ante todo como una ventana a un universo en donde surgen los deseos, el idilio, los anhelos; también las angustias y los fantasmas familiares.
La muerte de un viajante, la adaptación de la obra de teatro homónima de Arthur Miller, por parte del cineasta Volker Schlondorff, es un ejemplo perfecto de esta afirmación del filósofo francés. En la obra de teatro del año 1949, Miller proponía un juego de iluminaciones en el escenario, con zonas oscuras y esquinas iluminadas.
En unas de estas zonas nos encontrábamos en la realidad, la cotidianidad de un vendedor viajero, que regresaba con toda su fatiga, arrastrando dos pesadas maletas c la mercancía que había intentado vender infructuosamente; en las esquinas opuestas aparecían el pasado, las evocaciones y el fantasma del exitoso tío Ben: la imagen vida del Sueño Americano.
En la versión de Schlöndorff, Willy Loman, encarnado magistralmente por Dustin Hoffman, pasa de la realidad agobiante a un mundo imaginario que lo ronda con sus voces de otros tiempos, a través de un juego de espejos. A través de una serie de sutiles flashback sin solución de continuidad, viajamos a otras épocas, cuando sus hijos, eran unos jóvenes prometedores y él un vendedor exitoso.
Por lo regular, las relaciones entre cine y literatura son difíciles. Los lectores decimos, con razón, que los personajes de la pantalla difícilmente encarnan la imagen que hemos construido de un personaje o de una escena. Mas en el caso de la versión de Schlöndorff, los lectores podemos afirmar que la fidelidad de la obra teatral, la tonalidad, el manejo de la luz y las actuaciones soberbias de Dustin Hoffman, John Malkovich, Kate Reid y Stephen Lang mantienen un tono de sobriedad y contención que apoya con creces los momentos dramáticos de cada escena.
Schlöndorff llega a esta obra después de un larga y rica trayectoria adaptando obras literarias: algunas de sus versiones son Las tribulaciones del joven Törless, basada en la novela de Musil; El honor perdido de Katharina Bloom, novela de Heinrich Böll; Un amor de Swann, de Marcel Proust; y la más conocida en nuestro medio, El tambor de hojalata, adaptación de la obra cumbre de Günther Grass.
En la muerte de un viajero, Miller propone una tragedia sin héroe; una tragedia cuyo protagonista es simple y llanamente el hombre común y corriente, un hombre que como dice Biff es “un hombre de seis dólares la hora". Estamos lejos del horizonte épico de las tragedias antiguas; el escenario de la obra son los estrechos espacios de la urbe moderna: un estrecho apartamento en donde hay que cuidar no elevar la voz, si no se quiere ser escuchado por los vecinos.
Es un mundo en los suburbios de las grandes ciudades, en donde han desaparecido los árboles y los prados, y se han establecido las urbanizaciones, con un estrecho patio de losa en donde Loman -en su locura- pretende arraigar semillas y plantar un huerto.
En esta tragedia no hay espacio para la caída del héroe, pues Loman nunca ha sido un hombre de éxito -salvo en sus sueños, en su ilusa tendencia a soñar y suponer más de la cuenta. Lo único que ha hecho es persistir en creer que basta una jugada de suerte y simpatía para llegar a la cima, viajar y ser temerario para conquistar la jungla y hacerse rico.
Se necesita toda una existencia para comprender que se puede valer más muerto que vivo, que solo así quedará la hipoteca saldada, y que en fin de cuentas en esta vida a plazos— siempre han estado al borde de la mediocridad, la miseria y el ridículo y nunca ha conocido el secreto para alcanzar el sueño de hacerse ricos.