lunes, 7 de marzo de 2011

El Espejo (1974)

Tarkovski, espejos y paralelismos

Imaginemos a un hombre, Alexei, que en su lecho de enfermo es acosado insistentemente por las imágenes de un remoto pasado (1935?): la ausencia del padre, la madre solitaria que otea el horizonte, la llegada de otro hombre a la vida de la madre, la quema del erial cercano; segundo, la escena de la imprenta cuando la madre cree que ha cometido un error en su trabajo como correctora; también en el pasado, la escena en la que Alexei ojea las páginas de un texto de Leonardo Da Vinci; más tarde, las escena de Alexei en el colegio militar y la visita que la madre hace a la vieja casa en el campo, ocupada ahora por otras personas.



A estas imágenes del pasado se sobreponen, envueltas en un halo de onirismo, las imágenes del presente. Entonces se funden, en una serie de “espejos paralelos”, la imagen de la madre (de cuando era joven) con la de la esposa (María) –la misma actriz interpreta los dos personajes-; Ignat y Alexei, a los catorce años de edad, son interpretados por el mismo autor. Ver en la esposa un imaginario de su propia madre; ver en su propio hijo el imaginario de su propia adolescencia: Tarkovski juega con las múltiples acepciones de la palabra “espejo” (en ruso “zerkalo”, espejo, es una palabra que connota circularidad, círculo). Numerosas escenas, en donde pasado y presente se articulan como tiempos y espacios paralelos, ofrecen esta suerte de imágenes especulares y tiempos circulares.



Tarkovski no ofrece, no obstante, un juego de paralelismos y simetrías (presente-pasado) sino que, paulatinamente, revela que algunas de las imágenes se fusionan anacrónicamente. El hombre adulto recuerda su niñez y a su madre con el rostro de su ex esposa; recuerda su infancia con el rostro de su hijo: los niños pequeños y abandonados en el campo en medio de la guerra son rescatados al final por la madre, en el sueño, con el rostro de la mujer envejecida.



Mas no solo Alexei sueña o alucina: Ignat, su hijo, vive las experiencias que Alexei viviera muchos años atrás (la escena de la maestra que le pide a Ignat que lea la carta de Pushkin sobre el destino de Rusia).  A esta, así reseñada, sencilla historia, se suma que los recuerdos vienen acompañosdos de los versos de Arseni Tarkovski, leídos en off y reveladores de que el espejo, ese ejercicio de introspección en el alma de un hombre individual, es también un espejo de alcances históricos: la guerra civil española, el bloqueo de Leningrado, el fin de la segunda guerra, la revolución china, la suerte de los exiliados.



Ya en una obra como Solaris (1972) Tarkovski, inspirado en la novela de Stanislav Lem, había explorado el problema del tiempo como definitorio de la realidad. Si contra la idea de un tiempo lineal y único, se impone el concepto de que existen múltiples dimensiones temporales, o que la realidad y el tiempo son apenas proyecciones de nuestra vida mental (Berkeley), entonces hay muchas realidades disponibles, absurdas o contradictorias.

Sin embargo me interesa destacar las herramientas sintácticas a las que recurre Tarkovski para solicitar que su espectador arme la obra, dé al aluvión de imágenes fragmentarias un conjunto: llamadas telefónicas, alusiones al nombre de los personajes, revelaciones del tipo: “He soñado últimamente contigo” (a la madre, hablando por teléfono); “Te he dicho que te pareces a mi madre” (a María, la ex esposa); “¿En qué año nos abandonó mi padre?”.



El espejo es un texto de riquísimas implicaciones: una permanente reflexión sobre el papel del lenguaje, sobre el valor de las palabras, sobre la función del artista, sobre el sentido del arte en una época atravesada por los grandes conflictos humanos; sobre el desarraigo constante, la soledad del hombre y los conflictos afectivos. En El espejo, como en Stalker (1978) o en Nostalghia (1983), hay una historia, hay un relato que se puede transcribir a través de una sinopsis; pero tal relato es secundario ante la potencia de las imágenes y su complejo simbolismo: el fuego, el agua, la sangre, la tinta impresa; los íconos del arte (la iconografía de Da Vinci o la música de Bach): todos se depliegan como puertas, ventanas y espejos que se abren hacia espacios y dimensiones oníricos, fantásticos... reveladoramente íntimos.