martes, 8 de mayo de 2018

Los Ángeles, 2019. ¿A solo un año de la profecía de Blade Runner?

¿Cómo es el mundo que nos plantea Blade Runner, la película de Ridley Scott que está a punto de llegar a la fecha que anunciaba un apocalíptico 2019? Estrenada en 1982, basada en una novela publicada en 1967 (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip Dik), Blade Runner nos muestra una ciudad, mejor, un planeta en donde ahora existe solo una gran ciudad. Una gran ciudad de lluvias interminables (¿lluvia ácida?) en donde pululan hombres de todas las razas, de todas las lenguas, de todos los orígenes. 



La primera imagen que percibimos de esa gran ciudad es que en ella reina la noche perenne. La oscuridad de la película, en este mundo donde nunca amanece, solo es interrumpida por las emanaciones gaseosas de chimeneas, turbinas y reactores que queman gas carbónico y que, al parecer han causado el efecto invernadero. 




En este mundo imperan las grandes corporaciones, identificadas por la existencia en medio de la oscuridad de piramidales construcciones en donde “oscuros” funcionarios llevan a cabo sus inagotables tareas de ejercer un control policíaco sobre la sociedad. Edificios monstruosamente corpulentos como pirámides, erigen una oscura líneas de rascacielos detrás de una maraña de chimeneas industriales y de sórdidos edificios. 



En esta sociedad se han cumplido todas las utopias humanas: habitantes de todos los confines del mundo, han venido a cumplir el sueño americano de habitar en Los Angeles, cosmópolis donde cohabitan todas las razas: chinos, japoneses, latinos, arios. El problema es que la utopía no es ahora vivir en esta ciudad contaminada y violenta sino en uno de esos paraísos artificiales que la humanidad en el espacio exterior: A new life in the outer world!, como rezan los avisos que ofrecen un mundo limpio, claro y con otro orden de horizontes, para quienes puedan pagar el viaje a estos paraísos artificiales. 



La ciudad del futuro luce la peor de sus caras: es una ciudad totalmente deshumanizada, rendida a los afanes del negocio. Cada esquina, cada calle, cada plaza está dominada por gigantescas pantallas de televisión, que arrojan la promesa de un mundo feliz auspiciado por los juguetes electrónicos. Un mundo de neón, que no conoce pausa; de avisos, de pitos, de alarmas, de naves tripuladas por sistemas automatizados que se desplazan -ya no por el suelo- sino por autopistas aéreas. 



Así como en Metrópolis, de Fritz Lang (1927), hay un mundo en la superficie y hay otro en el mundo, en Los Angeles (2019) de Ridley Scott, hay otra ciudad a ras de tierra, un mundo de merodeadores, de presas y cazadores, de zonas llenas de intersticios. Es en estos espacios opacos -callejones, arcadas, bares, clubes nocturnos- en donde se mimetizan en calidad de humanos un grupo de seres artificiales, el máximo logro de la más alta tecnología.




Y sin embargo el tema de Blade Runner sigue siendo todavía una pregunta de fondo sobre lo estrictamente humano, sobre los elementos esenciales que a pesar del ingenio tecnológico no puede ser superado por la máquina. A no ser que el hombre juegue el rol de un demiurgo, capaz de crear réplicas portadoras de recuerdos, de sueños, de emociones; seres artificiales capaces de lanzar un largo lamento por lo efímero de la existencia. 



lunes, 30 de abril de 2018

Anny Hall (Un diálogo en plena urbe)

Alvin Singer (Woody Allen) evoca sus días de felicidad al lado de Annie Hall (Diane Keaton), o al menos los momentos en que compartieron algunas de sus experiencias juntos por la ciudad de Nueva York. Alvin ha llegado a los 40 y cree haber encontrado en Annie su alma gemela espiritual e intelectual, o al menos una mujer con la cual podría compartir sus posturas críticas frente a la sociedad contemporánea, ir a cine, leer los mismos libros, llevar una misma idea de vida conyugal o de pareja sin mayores compromisos y, sobre todo, hacer el amor con frecuencia. ¡Nada más lejos de la realidad!




No se trata solamente de Alvin y su presente, sino de una evocación permanente de los años 40, del viejo Brooklyn, el barrio donde creció, el futuro comediante, y de sus experiencias en una familia judía de clase media que vivía al pie de un metro y de una montaña rusa que estremecían las paredes de su casa. 



Ahora, en los años 70, la ciudad de Nueva York, es para Alvin la ciudad de los escritores, de las exposiciones permanentes, de restaurantes, teatros, ópera y cafés con comediantes; es una ciudad de librerías y cines de culto, que se erige en oposición a esa otra ciudad -fantasma- en donde todo es posible, la ciudad de Los Ángeles, adonde todos parecen querer escapar, incluida la propia Annie Hall. 



Woody Allen, escritor, director y actor, establece las reglas de su relato. Primero se para frente a la cámara y narra su chiste favorito de Groucho Marx: “Detesto cualquier tipo de club que permita la entrada a tipos como yo”, sentencia que terminará marcando el tono autocrítico de su relato, una alta dosis de humor negro con respecto a sí mismo y la condena anticipada hacia toda suerte de relaciones sentimentales. 



Segundo, a lo largo de toda la película, los personajes se separan de la escena para juzgar desde su perspectiva de simples observadores lo que dicen, lo que ven, lo que recuerdan. No solo ellos gozan de esta capacidad: también los extras de la película, cualquier persona que pasa por el anden puede detenerse, comentar o dar sugerencias a Alvin, sobre si volver o retirarse para siempre de la escena.




El otro protagonista es la ciudad de Nueva York: por un lado, una ciudad de calles, avenidas, tránsito permanente, cafés de 24 horas, parques adorables y escenas con el Puente de Brooklyn al fondo; por otro lado, la ciudad de letras, la ciudad hecha de palabras: toda la película tiene la forma de un vasto diálogo en donde aparecen la teoría literaria, el psicoanálisis, la critica de arte, las reflexiones sobre el cine, sobre la lectura, sobre los cursos universitarios, sobre la situación política, sobre el ambiente de las galerías, sobre las teorías de la que en la segunda mitad del siglo XX se vino a llamar Nueva Era y que, hoy, a la vuelta de siglo, es apenas un signo distintivo de la frivolidad contemporánea.