sábado, 28 de mayo de 2011

K de Kafka y K de Haneke: El Castillo

Hay autores que escriben muchas obras, pero al final es posible notar cómo, ya miradas en perspectiva, aparece una idea básica, una serie de signos y temas recurrentes, que dan al conjunto la imagen de una obra única pasada a través de varios desarrollos argumentales. Tal es el caso de la obra de Kafka. 



La idea del hombre que se acerca hasta el Palacio del Emperador a preguntar por la Ley, y que al querer entrar al recinto amurallado ve su camino impedido por un guardián que le advierte que tras él hay muchos otros guardianes. Cada guardián es a su modo cada vez más terrible, al punto de que el tercer guardián podría derrotar al hombre con solo una mirada.



Esta sencilla trama de un hombre, un campesino, que pretende ir más allá, saber quién está detrás de las terribles puertas, da vueltas una y otra en obras como Ante la ley, El proceso, El castillo, La condena, sin importar que se trate de un humide funcionario, de un empleado, de un comerciante, de un estudiante. Se trata de un hombre que depone lentamente sus aspiraciones, que languidece acurrucado junto a la primera puerta. Si en un principio creía que la ley era para todos, ahora, al final de su vida, reconoce que sus pobres medios nunca podrán desentrañar el enigma de quién administra o gobierna un sistema que resulta impredescible.



En todas se revela la ironía trágica de la existencia humana sometida a un poder omnímodo e incuestionable que escasamente da la cara. En todas estas obras la ironía deriva en un humor negro que lleva a los personajes a convivir con el absurdo, a aceptar el absurdo no solo de sus vidas sino a desarrollarse en medio de tramas inconexas y sin sentido. 



K en realidad no solo adolece de nombre; carece de origen, de destino y de una explicación; él mismo actúa en una línea de causalidades azarosas y termina comprometido en una farsa permanente, o quizá en una suerte de escenario onírico.



Se necesita una propuesta como la de Michael Haneke para dar cuenta de este tipo de universos laberínticos. En El castillo (1997), Michael Haneke, orquesta una comparsa lúdica alrededor del anonadado agrimensor (interpretado austeramente por Ulrich Mühe, el actor de La vida de los otros). Desde el castillo llegan emisarios y mensajes pero nunca sabemos a ciencia cierta si se habla con los hombres correctos, como nunca sabremos el final de la historia que escribía Kafka.



Mas si existe un personaje central en la obra tanto de Kafka como de Haneke es el tiempo y su circularidad. Haneke se regodea visualmente tratando de captar atmosféricamente (la nieve, el viento, la niebla, el paso cansado de los personajes) lo que en el libro son los esfuerzos vanos y la espera baldía del agrimensor. Lo que capta Haneke es la monotonía de unos personajes que repiten causas perdidas y se pierden sin más en peripecias vanas y dramas sentimentales incongruentes. Pero, a cambio, nos ofrece un ejercicio dramático que sin traicionar a Kafka se acerca a lo mejor de Brecht y de Beckett, sin duda.



domingo, 15 de mayo de 2011

Dilemas de la adaptación

No son fáciles las relaciones entre cine y literatura cuando se trata de enfrentar las grandes piezas de la literatura al cine. Por lo regular, el juicio es en contra del cine, pues ante la necesidad de sintetizar solo es posible ofrecer un producto secundario y que explora lo literario apenas en la superficie. Sin embargo, algunos ejemplos creativos muestran que sí es posible encontrar momentos en donde estos dos lenguajes se enriquecen mutuamente. Tal es el caso de Al Este del Edén, de Elia Kazán y de La muerte de un agente viajero, de Volker Scholdorf.

No era fácil enfrentarse a adaptar para el cine Al Este del Edén (1951), la vasta novela de John Steinbeck, pero en 1954 Elia Kazán, con la colaboración del propio autor, ofrece una pieza que aun cuando en un principio sorprende al lector de Steinbeck, al final deja claras las decisiones de la adaptación. 



La primera  de ellas es la de focalizar la película en el drama que en la novela ocupa tan solo las últimas páginas. Si Al Este del Edén trasciende la historia de los Hamilton y los Trask y relata la aventura de los pioneros y de los colonizadores que hacia 1870 llegaron a las lejanas tierras de California, para asentarse, dominar la tierra, construir casas, fundar pueblos, tener familia; una aventura en la que el papel principal la tuvieron los migrantes italianos, alemanes o simplemente los desplazados de la Guerra Civil; en la película de Kazán, por el contrario, nos remitimos únicamente a un breve episodio de 1917, el año en el que Estados Unidos finalmente decide entrar en la guerra. 



Otra de las decisiones notorias de la adaptación consiste en focalizar el eje de la historia en un personaje central, Cal (interpretado por James Dean), y quien encarnará para la época de la película el estereotipo de un joven en busca de su pasado y en franca lucha con el moralismo de su padre. Uno de los aciertos de la película es su inicio in medias res, es decir, el arrancar la historia con el viaje que Cal hace hasta Monterrey, por cuanto se ha enterado no solo de que su madre no está muerta sino que allí en la ciudad rige un burdel.

En Al Este del Edén aprovecha Elia Kazán para poner en escena un tema que el cine de los años 50 había empezado a cobrar  enorme interés para el público norteamericano: el cambio generacional, el paso de una sociedad regida por los principios morales o su publicidad, la unión familiar, la armonía de las relaciones humanas, el espíritu emprendedor de los fundadores; a una sociedad mucho más polémica, un tanto más desamparada y abatida. 



El cine de esta década va a movilizar buena parte de estas reflexiones generacionales a partir de la insurrección virulenta que encarna en actores emblemáticos como Marlon Brando, Paul Newman y Montgomery Cliff. El tema de la rebelión generacional si bien ya aparece en la novela a través del enfrentamiento entre los dos hermanos Trask y el favoritismo del padre por uno de ellos, va a ser destacado mediante un ejercicio de subjetivación del relato, que conlleva una interpretación cuidadosa del mundo interior del personaje central, con lo cual la película se acerca mucho al mundo de Steinbeck y a su cuidadosa narrativa.



Tal vez la literatura no necesite del cine, pero me pregunto si podemos volver sobre las páginas de Steinbeck sin ver la encarnación de los personajes que ha motivado la obra de Kazán. Como igualmente me parece difícil hoy ver o leer La muerte de un agente viajero (1949), de Arthur Miller, sin ver a Dustin Hoffman, a John Malkovitch y a Stepehn Lang en los papeles de Willy, Biff y Happy. De buenas a primeras se podría pensar que adaptar para el cine una obra de teatro es un ejercicio que ya está prácticamente resuelto. Pero basta con ver el pésimo resultado que produce la filmación de una obra de teatro. 



Son dos lenguajes diferentes y Schlondorf lo que hace en 1985 es  adaptar al lenguaje del cine, no del teatro. A modo de ejemplo veamos las primeras escenas, los primeros planos de un conductor que sufre un accidente, la toma en el zaguán en donde es posible escuchar el trasegar de alguien que se acerca llevando un pesado fardo y luego la cámara se mueve lentamente hacia atrás, un efecto estrictamente cinematográfico, para mostrar la sala en donde el mismo hombre, Willy Loman , grita: ¡Querida, ya llegué!, en tanto se da apertura a la escena.



El teatro lo hace a su manera, forzando a los espectadores a jugar con las posibilidades de ver en el mismo escenario y en la continuidad de la representación la puesta en escena del presente de Willy y el desastre familiar y, al mismo tiempo, a los personajes desdoblándose hacia un pasado ilusorio, gracias a las ensoñaciones de Loman. En la puesta en escena cinematográfica, Scholdorf cuenta con otra herramienta: la edición: aunque se dan en la continuidad del tiempo y del espacio, nos abrimos hacia un escenario de diferentes colores, otra música, otro vestuario y en donde los personajes surgen levemente rejuvenecidos, salvo Willy Loman. 



Gracias al juego de cámaras es posible seguir viendo a Willy, desde la boardilla y desde la perspectiva de sus dos hijos que escuchan su discurso delirante en la planta baja; o que el baño de Howard, e hijo de su antiguo jefe, se convierta de repente en un cuarto de hotel.



No pasemos de lado esta oportunidad para referirnos a esta historia, al doloroso encanto que emana de estos tres personajes: el viejo fracasado que no acepta que en aquélla, como en ésta, los hombres son necesarios hasta cuando resultan útiles; el joven que si bien busca su camino aún puede pasar mucho tiempo sin saber si vale la pena tanto esfuerzo; o el hombre que bien puede dedicarse mejor a aprovechar el momento sin que la vida, a largo plazo, le preocupe demasiado. En medio de estos tres discursos, la tragedia no ya de los antiguos héroes, sino de los hombres comunes y corrientes.