miércoles, 7 de marzo de 2012

Blow Up (1966) y la pérdida del mundo


Entro a esta reflexión no solo sobre la película de Antonioni sino sobre la imagen cinematográfica como metáfora de la imagen contemporánea a partir de dos paradojas. La primera proviene de Paul Virilio: “Cuanto más rápido llego al extremo del mundo, más rápido vuelvo y más se reduce mi mapa mental a la nada". (El cibermundo o la política de lo peor, p. 45); la segunda, deriva directamente de la película y está en mis palabras: no puedo impunemente enmarcar la realidad (nemo me impune lacesit, decía un personaje de Edgar Allan Poe) sin correr el riesgo de tergiversar los objetos del mundo.



Blow up (1966), la maravillosa versión o libre adaptación creada por Michelangelo Antonioni y Tonino Guerra a partir de un cuento de Cortázar, dará testimonio de estas dos preocupaciones. Es imposible referirse al mundo, a nuestra idea del mundo, sin que tal configuración esté atravesada por las imágenes cinematográficas, por la misma idea de velocidad y movimiento que anima la imagen cinematográfica. Recordemos que la palabra cine, del griego kinos, no es otra cosa que movimiento. El siglo XX, como lo dice Virilio en La política de lo peor pero también en muchas de sus otras obras, en La estética de la desaparición, por ejemplo, señala que el signo del siglo XX es la velocidad, la aceleración. La pregunta es qué puede ver el hombre o a qué realidad nos podemos referir cuando el mundo se percibe a través de la mirada de un hombre atontado por el vértigo (primero el tren, luego el avión, luego la velocidad electrónica).



En esta última obra, Estética de la desaparición, señala Virilio que hay en la historia reciente de la humanidad dos acontecimientos: la aviación y el cine. Ambos han cambiado nuestra imagen de la tierra, han creado una globalización paradójica: más que ampliar nuestra imagen del mundo, la han reducido.



En el relato Las babas del diablo (1959), de Julio Cortázar, el narrador de la historia se pregunta cómo contar esto, desde qué ángulo, desde qué perspectiva. La historia del fotógrafo que recorre París, las orillas del Sena, y que al tomar una fotografía descubre que ha registrado un delito en progreso, probablemente un caso de pederastia, es recogida por Antonioni y adaptada a otro tipo de crimen.



La magia del texto de Cortázar radica en el juego con las palabras: estas falsean la realidad pues establecen un yo, un o un él del relato que en todos los casos resulta falso. Bien mirado, como en tantos otros relatos de Cortázar, el que no existe de antemano es el narrador, pues ha sido aniquilado por uno de sus personajes. Esta muerte del narrador es evidente en piezas de Cortázar como Continuidad de los parques o en Instrucciones para John Howell.



Pero, a diferencia de Cortázar, el protagonista de Antonioni, no es un escritor fotógrafo, sino un fotógrafo profesional, un investigador del lenguaje de las imágenes. En Antonioni, Thomas, logra borrar una realidad y descubrir otra solo gracias a un efecto similar a algunos de los efectos mencionados por Virilio, el efecto blow up (en inglés: ampliación fotográfica). Ampliar una fotografía (como desplazarse a altas velocidades) tiene un costo para la realidad. Al acercarme mucho a la realidad, la pierdo: me quedan únicamente los granos o pixeles. Pero tanto a Antonioni como a Cortázar le placen los argumentos policíacos. Tras los setos del parque (esta vez en Londres) se oculta un asesino y en otras tomas fotográficas, cambiando el campo de visión, aparecerá el cuerpo asesinado.



Un detalle en la obra de Antonioni llama la atención: la película propone tres tipos de ejercicios fotográficos: Thomas es fotógrafo de estudio y pasarela (la sesión de fotografía); es además fotógrafo ocasional de paisajes urbanos (la sesión en el parque) y es, finalmente, fotógrafo social o reportero gráfico, de lo que da cuenta que elabora un libro de fotografías sobre las condiciones en una fábrica. Esta no es una cuestión dejada al azar. Estos tres ámbitos hablan sobre el orden de lo fotográfico y del arte: en realidad establece diferentes planos del uso de la imagen.        



En La pérdida del mundo o cómo reencontrar el cuerpo propio, Paul Virilio afirma: “He propuesto incluso inscribir el .trayecto entre el objeto y el sujeto e inventar el neologismo ‘trayectivo’ para sumarse a ‘subjetivo’ y ‘objetivo’. Soy, pues, un hombre de lo ‘trayectivo’ y la ciudad es el lugar de los trayectos y de la trayectividad. Es el lugar de la proximidad entre los hombres, de la organización del contacto”. (p. 43) El cine nos ha acostumbrado a esta suerte de trayectos y la educación de hoy debería apuntar a esta suerte de trayectos, que marcan puntos de fuga, caminos, senderos, viajes y no puntos de llegada, conclusivos y definitivos.



Lo que está en juego con la imposición de la imagen del cine es como resalta Virilio en El Cibermundo, la política de lo peor nuestra idea de la realidad. ¿Qué pasa cuando la tele (cine, ciudad virtual) sustituye al ágora, al corazón de la urbe e imponen el simulacro. “Vemos que la pérdida del cuerpo propio conlleva la pérdida del cuerpo del otro, en beneficio de una especie de espectro del que está lejos, del que está en el espacio virtual de Internet o en el tragaluz que es la televisión”. (p. 47)



Como dice Virilio, desaparece nuestra idea básica del hic et nunc para sumergirnos en un universo inmaterial y fantasmagórico. En este horizonte, entonces, ¿qué escuela plantear?, ¿qué función del maestro proponer?, ¿sobre qué fundamento actuar? Tal vez ser solidarios y cautos en entender nuestro propio itinerario como trayecto, como búsqueda de la realidad y de contar en el camino con algunos pocos y valiosos puntos de encuentro, no obstante. 



miércoles, 18 de enero de 2012

El cine del Sertón

Al igual que Los olvidados, de Buñuel, Dios y el Diablo en la Tierra del Sol, de Glauber Rocha (1964) es un clásico del cine latinoamericano. En uno de los tantos países llamados Brasil existe una región de extensiones inconmensurables, tierra árida e indómita en donde muchos persiguen la tierra prometida: el sertón. Después de la Revolución Cubana, que alentaba en el espíritu de muchos de los intelectuales latinoamericanos, el cine brasileño imbuido de la estética del neorrealismo italiano, llevó a cabo una serie de experimentos con los que volvía sobre temas sociales de sesgo fuertemente político y militante.

La historia de Manuel, el campesino sertanero que encarna al hombre desposeído de la tierra, desplazado primero al fanatismo y luego a la violencia, se vivía literalmente en los habitantes del Grande Sertao, la tierra mitificada literariamente primero en los crónicas de Euclides da Cunha y luego a través de la magia del màximo cuentista y novelista brasileño, Joao Guimaraes Rosa, autor de Grande Sertao Veredas.

Glauber Rocha se abre paso a través de un lenguaje inusual, irrumpiendo con un relato fragmentado, con una cámara en el hombre y apelando a muchos actores naturales. Salvo el personaje de Antonio Das Mortes, la mayoría de los personajes de la historia son los mismos que deambulan por el territorio sertanero y que medran en las crónicas populares de los juglares de la región.

Esta historia de expoliación, de la violencia crónica, ha sido igualmente analizada literariamente por Jorge Amada en obra como Cacao y Los coroneles, en donde narra las historias no solo de los pueblos desplazados sino de los terratemientes que antes de convertirse en señores eran simplemente patrones de bandidos y matarifes a caballo del tipo Antonio Das Mortes.

Deus e o diabo na terra do sol fue filmada directamente en el sertao y hace parte de la crónica que luego continúa la historia con Antonio Das Mortes. De acuerdo con la “estética de la violencia”, movimiento en el cual se inscribe esta propuesta, se llega a la violencia empujado por el hambre y la justicia, con la esperanza de que tarde o temprano se dé un acto revolucionario y transformador, descolonizador consciente.

En contraste con las ciudades pujantes, prósperas y ricas del Brasil, el sertao parece una Terra sim fim, abandonada y sin expectativas, en donde impera la ley de los cangaceiros y los santones. Mas para mostrar esta historia, narrada desde la perspectiva de un juglar ciego, Glauber Rocha recurre a una combinación de primeros planos con rápidos movimientos y resultados fuertemente expresivos que nos recuerdan muchas de las escenas del Acorazado Potemkim, de Sergei Eiseinstein; en otros casos, con la cámara en el hombre, el plano se desplaza lentamente hasta alcanzar vastos horizontes, haciendo honor a las palabras del Guimaraes, quien dice: “Esto es el sertón, algunos quisieran que así no fuera; que fuera otra cosa, pero así son las cosas, se puede andar diez o quince leguas sin encontrar morada alguna, ni pastos buenos...”

miércoles, 19 de octubre de 2011

La Otra Historia

En Historia Oficial (1985), la película argentina más premiada internacionalmente, Luis Puenzo da un ejemplo de la capacidad del cine para dar cuenta de la realidad de una manera artística. La historia que cuenta la historia oficial tiene la virtud de partir de la experiencia de los seres de carne y hueso que viven o padecen la historia. No se trata de la historia escrita en los manuales de texto, que sigue Alicia, la ingenua y severa profesora de historia que hasta cierto punto de su vida cree que la realidad se puede confinar al mundo que ha vivido. 




Alicia es el personaje que pasa de vivir en la indiferencia o la ignorancia de la realidad histórica a la toma de conciencia. En los años en los cuales se grababa esta película Argentina vivía los años más duros de la década funesta de la dictadura y las consecuencias de la derrota de la Guerra de las Malvinas. Hablamos del drama de los prisioneros políticos, de las madres de de la Plaza de Mayo, de la reconstrucción de las listas de los muertos, prisioneros, exiliados, desaparecidos. 




Pero a diferencia de muchas otras películas, la "historia" de fondo aquí se cuenta desde adentro, desde las discusiones familiares, desde las diferencias insuperables en el seno íntimo de una familia. El detonante, el descubrimiento de que su hija es hija de una mujer torturada y asesinada por el grupo de victimarios que dirige su propio marido. 





Una de las grandes virtudes de esta obra consiste en contar la historia a través de una serie de episodios altamente simbólicos que revelan el conflicto: el relato de Anna, quien después de cinco años de exilio relata la verdadera historia de su partida; la imagen del aula de clase en donde se impone una historia de papel sobre las historias de carne y hueso que en algún momento de la película los estudiantes pegan en el tablero; la escena de una fiesta en donde la pequeña Gaby grita aterrada cuando sus primos juegan a los allanamientos; la escena en la casa de los padres de Alberto, en donde las tensiones familiares repiten las tensiones de la misma historia; finalmente, la escena en donde Alberto convierte a Alicis en una más de sus víctimas. 




Punzo en escena mucho más complejo que los problemas políticos: la corrupción política, la historia de una crisis económica anunciada, la escuela encargada de borrar la historia, de acomodarla a los fines oficiales; el papel de la literatura reveladora de otra forma de contar la historia.

sábado, 10 de septiembre de 2011

El tiempo sellado: un poética cinematográfica

Esculpir en el tiempo: el arte de Tarkovski



En El tiempo sellado, el cineasta ruso André Tarkovski afirma “cada arte vive y nace según sus propias leyes”. Es verdad que en el cine y en la literatura se ponen en juego la libertad y la imaginación creadora del espíritu humano, las mismas ambiciones de explorar la historia, la realidad y la ficción. Pero entre la representación a través del lenguaje verbal propio de la literatura y el campo de las imágenes movimiento que caracterizan al cine se despliega una una diferencia fundamental.



Como lo advierte Tarkovski, mientras la literatura cuenta con el lenguaje verbal, el cine “no tiene lenguaje”. No es fácil entender esta afirmación radical, mas lo cierto es que en el cine antes que recurrir a los referentes verbales las imágenes operan a través de una entrega inmediata de la realidad a la cual aluden, ponen la imagen ante nuestros ojos.




Las imágenes no hablan del tiempo sino que exponen la duración, esculpen un momento de la existencia o largos períodos de la historia: Andréi Rublev, La infancia de Iván, Solaris, El Espejo, Stalker, Sacrificio y Nostalgia se exponen como momentos del imaginario humano; hacen parte de un tiempo posible, de un futuro que se aproxima o de un pasado que no cesa; son momentos o trayectos del mundo concentrados en una sola imagen o un solo objeto: un ícono, un globo aerostático, una campana; unas ruinas de donde ha huido lo sagrado, un henal en llamas, un tronco abandonado en medio del camino.




Se puede hacer del cine una variante de la literatura y que la obra cinematográfica se dedique a “narrar” historias tal cual lo hace la novelas, recurriendo por ejemplo a poner en escena un narrador o una voz en off. Esto sucede con alguna frecuencia, pero no en la propuesta de Tarkovski. Si la literatura (en particular las grandes propuestas narrativas de Proust, Mann y Joyce) reconfigura nuestra experiencia del tiempo -como afirma Paul Ricoeur- y se convierte en guardián del tiempo, una de las características del cine -su características distintiva en relación con todas las demás formas artísticas- es fijar de modo inmediato el tiempo, permitir su reproducción. 



Según Tarkovski solo el cine da cuenta de la “realidad del tiempo” y procura su conservación enfrentando de esta manera la ineluctable condición de la vida siempre propensa a una total disolución. Quevedo expresa esta condición en estos versos:

Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto;
soy un fue, y un será y un es cansado.


Por eso, quizá, como ya lo reconoce Bazin en su ontología de la imagen, el cine es análogo de los embalsamadores, y algunos imágenes siguen plenos de juventud en la película. Solo en el el cine, Tadrio tendrá siempre la misma edad.Hoy el hombre va al cine, afirma Tarkovski, para recuperar el tiempo perdido, buscando experiencias de vida, para extender su experiencia del tiempo. A veces el tiempo de toda una vida, como sucede en Andrei Rublev (Tarkovski, 1966), se dispersa en una serie de fragmentos, quizá porque la vida no se puede representar de manera lineal, sino como una sucesiva serie de imágenes que se atraen caprichosamente.




O se define, como queda claro en El espejo (1974), en una serie de instantes cruciales cuando el hombre que agoniza reconstituye en su memoria su vida como una serie de imágenes que se sobreponen y en donde se funden infancia, madre e historia, en una compleja suma de realidad y onirismo. 


Tarkovski destaca, en cambio, la proximidad entre la precisión de la poesía y la capacidad de la imagen cinematográfica para captar el instante. Quizá esas leves epifanías que respiran en los haikús japoneses del tipo

Una rosa perdió sus hojas
Y de las puntas de todas las espinas
Cuelgan pequeñas gotas
(Citado por Tarkovski, en El tiempo sellado)


se aproximan a las imágenes que gravitan en el cine. Pero así como sucede en La Muerte en Venecia, de Visconti (1971) o en Nostalgia (Tarkovski, 1983), un objeto, una góndola, la calle de una ciudad, una plaza vacía, una edificación abandonada, solo vale como imagen cinematográfica si en ella habita una vivencia del tiempo y hace parte del tiempo sellado. 


jueves, 8 de septiembre de 2011

Olvidados inolvidables


Los olvidados, Luis Buñuel (1951)

Fácilmente adscribiríamos Los olvidados (1950) de Luis Buñuel en el contexto del cine neorrealista, pero basta una mirada más detallada para que muy pronto corrijamos esta impresión ligera que supone el tratamiento de la pobreza y de la miseria, y que nos obliga a desplazarnos a un horizonte francamente surrealista.



Mientras la mayor parte del cine neorrealista mantiene algunas de sus estructuras intactas (las relaciones fraternas, el vínculo familiar, la confianza en la función pedagógica, las imágenes de la madre, de los viejos) la obra de Buñuel desmorona todo estereotipo y arroja a sus personajes a una suerte de fatalidad y vacío. 


Desde Pedro, arrojado a la fatalidad; el Jaibo, criminal envuelto en el círculo de su propia historia; Ojitos, condenado a buscar a un padre que nunca aparece; el ciego, encerrado en su resentimiento; hasta personajes como la madre de Pedro, Julián o  la Meche, todos los personajes, los olvidados a los que alude el título de esta obra viven en callejones sin salida.


La escena del hombre tronco no pretende  despertar ninguna conmiseración, simplemente mostrar la crudeza y la mala suerte; lo mismo sucede con la imagen del padre de Julián que va por el pueblo lamentando la muerte de su hijo sin que se perciba un solo gesto de solidaridad; o con la imagen de la Meche, violentada por el Jaibo pero también por el abuelo que la obliga a esconder en un basurero el cuerpo de Pedro.


Quizá una de las escenas más descollantes del cine de Buñuel es aquella en la cual la madre ofrece a Pedro, en una visión onírica, las entrañas de Julián, el muerto que se esconde bajo la cama; otra, la escena final de la agonía del Jaibo. En ambas Buñuel funde motivos de las antiguas tragedias y conectan esta historia de la ciudad moderna con el pasado mítico.


Hoy sabemos que a instancias de los productores Buñuel filmó un segundo final, que mitigaba la dureza del primero. En este segundo, aunque Pedro daba muerte al Jaibo, volvía a la escuela prisión para seguir su reeducación: representaba, en suma, un triunfo de la confianza pedagógica depositada por el maestro; sin embargo este final no fue el que finalmente presentó el director en Venecia.

lunes, 15 de agosto de 2011

América Latina o el Reino de la Imagen


Cine arte y literatura II 

Lanzamiento de un nuevo ciclo





En este segundo ciclo, a partir de tres textos de referencia, a saber, El reino de la imagen, de Lezama Lima; El espejo enterrado, de Carlos Fuentes; y Los nuevos centros de la esfera: de William Ospina, este espacio busca hacer un recorrido por algunos momentos cruciales de la historia continental, aprovechando un conjunto de encuentros vitales entre los lenguajes del cine y la literatura.



El encuentro y la invención de América
Cabeza de vaca, de Nicolás Echevarría (1990)
Aguirre la ira de dios, de Werner Herzog (1972)
El Dorado, Carlos Saura (1988)
La Misión, de Roland Joffé  (1986)
1492, La conquista del paraíso, de Ridley Scott. (1992)



Crudeza e historia
La última cena, de Tomas Gutiérrez Alea (1976)
Karandirú, Hector Babenco (2003)
Tierra en trance, de Glauber Rocha (1967)
Los olvidados, de Luis Buñuel (1950)
La historia oficial, Luis Puenzo (1985)

 

Trayectos
Sur, Fernando Solanas, Fernando Pino Solanas (1988)
La frontera, Ricardo Larrain (1991)
Babel, de Alejandro Gonzalez Iñarritu (2006)
Estación central, de Walter Salles (1998)
Diarios de motocicleta, Walter Salles (2005)
Pantaleón y las visitadoras, Fracisco Lombardi (1999)


Fiesta y Diversidad
Orfeo negro, Marcel Camus (1959)
Doña Flor y sus dos maridos, de Bruno Barreto (1976)
Bajo el volcán, de John Huston (1984)
La estrategia del caracol, de Sergio Cabrera (1993)
Los tres entierros de Melquiades Estrada, Tommy Lee Jones (2005)
Santitos, de Alejandro Springall (1999)


Historias sencillas
El perro, de Carlos Sorin (2004)
La sombra del caminante, de Ciro Guerra (2004)
La ciénaga, de Lucrecia Mártel (2001)
Historias mínimas, Carlos Sorín (2002)
Lugares comunes, Adolfo Aristaraín (2002)
La mujer sin cabeza, de Lucrecia Martel (2008)
También la lluvia, Icíar Bollaín (2010)

sábado, 4 de junio de 2011

Imágenes caligráficas, The Pillow Book (1996)


En Las sendas de Oku, de Basho, se afirma

En la noche sin estrellas
me guía el corazón.



La nieve de la cima
piensa que es eterna,
mas sólo es
el sueño del volcán.

o

Dios está ausente
las hojas muertas se amontonan
todo está desierto.



Mientras la literatura occidental apostó por la trama y la información explícita, en Oriente el poeta apostó por la fugacidad, por lo indeterminado, por la admiración del instante y la brevedad de los textos.  Antes que la novela, el poema fue un texto inscrito en medio de otros lenguajes: lo musical, lo pictórico. Eran y siguen siendo estrechas las relaciones entre la filosofía de la vida, la poesía y la pintura, más concretamente en el arte caligráfico.



La comunicación con Oriente ha resultado siempre fructífera; la poesía de las vanguardias renovó su idea del verso cuando descubrió a los antiguos poetas filósofos. Mas este contacto ha resultado siempre un tanto ilusorio. A los occidentales no les queda otra alternativa: acercarse a un universo poético de connotaciones filosóficas y existenciales solo a través de la superficie de los signos. 



Ya en 1970 Roland Barthes en El imperio de los signos se refería a Japón como el ejemplo máximo de este desconcierto: un mundo de signos que se exhibe en la totalidad de los elementos de la existencia, preservando sus profundas significaciones. Estamos siempre afuera de este universo, la caligrafía china y japonesa son para nosotros el signo en su condición críptica, mágica y hermética, por excelencia.



Los signos de la escritura, como se observa en The Pillow Book, se sostienen en tanto están vinculados a una filosofía de la existencia; son parte de un ritual (los aniversarios). Peter Greenaway explora no solo una trama argumental sino un conjunto de rituales con las superficies de la escritura, con las tintas, con los pinceles, con la fabricación y el culto a los libros, con las antiguas tradiciones cortesanas.



Dos temas atraviesan esta historia de la escritura: las connotaciones eróticas y el abandono de los signos. Lo escrito sobre la piel se vuelve secundario; lo esencial es la imagen de los signos, los ritmos de la escritura, la pasión de los calígrafos. Treat me like a paper of a book, le pide Nagiko a su amante y calígrafo, con connotaciones tanto a la escritura como a sus aventuras sexuales.



Pero como lo manifiesta la película desde un comienzo, asistimos, incluso con Oriente, con la China  y Japón, de manera acelerada a sobreexposición de los signos, a su comercialización o al abandono de los rituales. El fuego, que aparece reiteradamente, cumple parte de ese otro ritual: suerte de ceremonia de paso, suerte de auto de fe, en donde se borra el pasado o se le purifica.



Después de Los libros de Próspero (1991), obra en la cual Greenaway rinde homenaje a la obra de Shakespeare, con The Pillow Book (1996)  se traza la tarea de rendirle homenaje a la escritura oriental, pero más concretamente a Babel, a la confusión de las lenguas. En la película, Nagico deberá comunicarse con sus amantes no chinos en mandarín, en francés o en inglés.



The Pillow Book tiene como referente un antiguo texto de Sei Shonagon (contemporánea y rival de Murasaki Shikibu, autora del clásico Los libros del príncipe Genji, c. siglo X), autora de un 枕草子 Makura no Sōshi o libro de almohada, con sus listados de cosas agradables, cosas amables, cosas molestas. De su relación con estos libros pintados deriva Greenaway la idea de una película concebida como un libro ilustrado. Peter Greenaway no duda en ofrecer imágenes en las que a través de juegos de recuadros, ya en blanco en negro, ya a color, usa imágenes de reservas, cuadros flotantes, ladillos, textos en japonés, chino, francés e inglés.



La banda sonora de la película incluye tanto música electrónica como una combinación de cantos budistas interpretados por monjes lamas, música y líricas de Guesch Patti, pasajes electrónicos de Autopsia y notas de Mozart; da cuenta de esta manera de un babelismo similar, de mundos que se funden: Oriente y Occidente.



La película se sostiene en un conjunto de antinomias: a los mundos de la escritura ritual se opone el paisaje de las grandes urbes; sobre los antiguos textos poéticos, el lenguaje de la publicidad y las pasarelas; sobre el alma poética de Nagiko, la rudeza de los guerreros, el pragmatismo comercial de los editores.